Hoy dibuja el sol sobre las nubes, margaritas blancas de ternura. Contra el cielo, tenuemente azulado, se dispersa la tarde que se resiste a desaparecer. El aire está tibio, temeroso, inquieto de brisa alegre. La luz se cuela por las rendijas del subconsciente y hace brotar las sonrisas en el fondo de las miradas.

En un claro de tiempo perdido, mientras buscaba no sé qué libro de poesías, encontré la lámpara. Revuelta entre las cosas inútiles y extraordinarias que estorban en todas las casas, descubrí su sombra alargada de tacto frío. La tomé entre mis manos y la puse a la luz de la tarde, mientras el viento agridulce silbaba canciones antiguas de niños.

Debo pensar un deseo antes de que el sol asome otra vez en el horizonte. El genio fue tajante en ese punto. Desapareció sin permitirme hacer una sola pregunta, en un abrir y cerrar de ojos, como el vaho que se exhala en las mañanas de otoño. Una niebla, una forma, una voz… y de repente, nada. Mentira y verdad asomadas al mundo desde el borde de la ventana.

He pasado la noche esperando la madrugada. En un vértigo inquietante han pasado bajo la luna mil estrellas fugaces, mil sueños escondidos, mil instantes. Tan largo ha sido mi viaje por los deseos, tan cansado estaba, que el sol silencioso se ha llevado las sombras sin decirme nada. Al despertarme, recostado sobre la lámpara, un papel arrugado y escrito con letras borrosas, que proclama: «No puedo regalarte los deseos que ya te han concedido otras hadas».

El sol se yergue y dibuja, de nuevo, margaritas en la bruma. Y el aire perfumado de luz me devuelve, desde tan lejos, todos tus besos tibios de espuma.