Todas las noches, casi todas, me planto delante de este espejo y noto como me recorre deprisa el mismo vértigo. Una pulsión incesante, una avidez perpleja, de abrir las puertas de mi mundo interior y dejar que se derrame por entre las vías, a veces traviesas sólo, que los renglones me dibujan delante.

Parten trenes todas las noches, ya digo, casi todas, y monto en ellos esperando que me lleven y me traigan de vuelta el mismo cargamento de intimidades que coloco con cuidado en sus vagones.

Y aunque no siempre el horario es el mismo y los destinos son diferentes, todos me acercan, cada uno a su modo, a paraísos recónditos que descubro, asombrado y loco, que no estaban sino a la vuelta de la esquina.

Extraña transfusión de vida, sorprendente doblez del espacio y del tiempo. Como si el camino que transitamos acelerara los espíritus y completara, en un instante, todos los huecos que teníamos prendidos. Argamasa sutil que va fraguando a nuestro alrededor paisajes de ternura.

Aunque siempre me queda la duda de si este mundo que me mira es real o sólo un reflejo avasallador de unos y ceros. Un espejismo, tal vez. Un sueño. O un espacio invisible que nos invita a perdernos y a ensayar, una y otra vez, los discursos que la realidad no nos dejaría hacernos.

Entretanto, quiero seguir sumergido en esta contracción del universo. Encantado de saber que estamos tan sólo a un clic. Detrás de la ventana transparente que nos tiene hilvanados y que me deja verte sonreír, casi todas las noches, como si estuvieses aquí conmigo, a mi lado.

Quizá sea, sencillamente, porque lo estás.