Tiene el azar preparados para mí, algunas veces, cruces imposibles del destino. Pellizcos de felicidad que aparecen de improviso y que tienen la virtud irrenunciable de alegrar, no sólo el momento exacto en que los vivo, sino también el instante, como ahora, en que su recuerdo me invita a sonreír como un niño.

Él estaba a mi lado, y aunque ya lo había visto, no lo reconocí entre el pulular inquieto de rostros que tanto me aturde en el gentío. Se alejó hacia un grupo de personas que estaban sentadas, un poco más allá, en unas mesas del recinto, y puso la mano en el hombro de otro, sensiblemente más bajo, para decirle algo al oído.

Aquella silueta, aquel mentón, aquella juventud que rebosaba aún en su rostro, movieron en mi interior no sé qué hilos y una ráfaga de la memoria me mostró su nombre y sus apellidos. Unas ganas irreprimibles de pasado dirigieron mis pies hacia aquel grupo y abordé la situación, años ya, de adultez y decepciones, con mucha cautela:

——Disculpa. Tu cara me suena. Creo que nos conocemos.

——Pues ahora que lo dices —hizo un gesto, como afilando lo ojos— a mí también me suena la tuya. Pero no sé de qué.

——¿Tienes una hermana que se llama Emilia? ——le dije mientras pensaba que tal vez hubiera sido más educado llamarlo por su nombre, pero que esta pregunta era mucho más evocadora.

Supe que me había reconocido al ver en su semblante pintadas, todas las acuarelas de la sorpresa. Y antes de reponerse siquiera, llamó la atención, con un roce de manos, a una mujer menuda que estaba sentada justo al lado nuestro, mientras le decía.

——¡Pero si está aquí mismo! ¡Emi! ¡Mira quién hay aquí!

La mujer se levantó, se giró hacia mí. Reconocí sus mismos ojos de niña, su misma sonrisa abierta y hermosa. Su misma voz, cuando escapó mi nombre de sus labios, reprimiendo un grito.

No sabría calcular cuánto duró el abrazo que nos dimos. Ni cuánta emoción recorrió el viaje fugaz que me paseó, con sus manos, por lo más entrañable de mi adolescencia dormida. La máquina del tiempo, como todo el mundo sabe, está esperándonos a la vuelta de cualquier esquina, y cuando se pone en marcha, no hay botón que la detenga.

Mi yo de quince años habló con los ojos al suyo. En tanto, y para no molestarlos, conversamos en voz baja sobre vaguedades, singladuras personales, paraderos de los conocidos. Bodas, trabajos, domicilios. Desentramando la telaraña de un azar caprichoso, que nos había mantenido en veredas cercanas durante veinticinco años, jugando a cruzarlas mil veces pero impidiendo que hubiéramos coincidido.

Aunque la alegría todavía perdurará mucho tiempo, la conversación adulta no dio para más. Obligaciones y compromisos nos ayudaron a deshacer el encuentro antes de que se me empañaran los ojos, más aún, con la nostalgia.

Ni siquiera intercambiamos teléfonos o direcciones electrónicas, conscientes ambos, de que la vida que un día nos unió, nos tiene preparados asientos lejanos en su convite. Resignados a saber que, el pañuelo del mundo, nos esconde a propósito entre sus dobleces.

Este ha sido un cruce de los que no se desvanecen. Una casualidad que me aviva estos escarceos de la memoria que más libre me hacen sentir, cuanto más atrapado me tienen.