Rondaría la veintena, aunque un casco integral con su correspondiente visera impedía ver su rostro. Paró el ciclomotor justo delante del semáforo que acababa de transmutarse a rojo desde amarillo. Era un día extraño para la época, habituados ya al calor sofocante de los últimos coletazos de una primavera escueta, pues, gris el cielo, dejaba resbalar desde las nubes, tímidas gotas de agua apenas perceptibles para los viandantes, que eran muchos en aquella calle principal.
Sin embargo, para ir en moto, era un día verdaderamente molesto. Se aplastaban cansinamente las gotas sobre la visera, empañando la visión ya reducida por el angosto hueco en el que iba pertrecha. Además, el atropello de gotas a cierta velocidad empapaba graciosamente la parte delantera de su vestimenta, ya casi veraniega, en tanto que la espalda permanecía seca e impoluta.
Levantó la visera, un poco para limpiarla y otro poco para degustar con calma ese olor intenso a tierra recién mojada que se extendía incluso hasta el mismo centro de la ciudad. Peatones cruzaban y paseaban, rápidos, lentos, seguros, solitarios o despistados, en todas direcciones, sin terminar de decidirse por abrir los paraguas.
Descansó la vista sobre las luces rojas y verdes que daban y quitaban preferencias, hasta que le llamó la atención una par de muchachas que paseaban jugueteando por el mismo borde de la calzada hacia su posición. Las siguió con la vista desde dentro de la estrechez sofocante del casco y se embelesó contemplando sus rostros hermosos, sus sonrisas radiantes y aquellas siluetas evocadoras que la ropa informal tiene la virtud de resaltar sin sobresaltos.
Parpadeó el hombrecillo verde, avisando de la inminencia de la llegada del tiempo de los motores, cuando en un gesto sorpresivo y tierno, la chica que caminaba por el costado más cercano a él, morena y de ojos profundos, y apenas a un brazo de distancia, hizo un mohín, guiñó un ojo y envió, desde dos de sus dedos apostados en el centro de los labios, un suave beso sonoro hacia la mirada atenta del motorista.
Tal vez por ese ataque de impaciencia tan común en los conductores detenidos, aunque más probablemente por el sonrojo, la timidez y la sorpresa que aquel gesto entrañable causó, el motorista, mientras abría el gas de su máquina, se tambaleó hasta el mismo borde de la caída, que sólo pudo detener la patada al suelo que su pie izquierdo propinó como un acto reflejo.
Risas alegres fue lo último que oyó antes de alejarse de aquel encuentro, aunque no se atrevió a volver la vista para comprobar esa dulce deformación de los rostros, que imaginaba producida por la risa, en aquellas chicas desconocidas.
Y aunque nadie pudo verlo, detrás de la visera inició una sonrisa que le duró mucho, mucho tiempo. Quizá, precisamente, la misma sonrisa que tiene en este instante; esta vez, escondido tras la pantalla y a los mandos de una máquina con dos botones y una sola rueda.
¿Sabes? Aún ahora, veinte años después, reconocería tus labios y tus ojos en cualquier parte de un sueño en el que te me aparecieras.