Todas las líneas tersas del paisaje huyen deprisa hacia la misma fuga. El tren tirita de miedo con la rabia contenida en el hierro, para apresurar la fiesta en estampida que se asoma por la ventana.
No me sirve para nada parapetarme ausente en una esquina. Ni viajar sólo con mis pensamientos entre el agobio de la gente, que va y que viene, hacia el concierto desaliñado de compuertas estremecidas. De voces, de estrépito, de vida indiferente desdibujándose sobre los días.
Los pasajeros, que cambian de vagón a la deriva, me aturden a veces y a veces me miman. Me miman y vuelan o vuelan y esquivan mi asiento de al lado. No me queda rastro del corazón sin cadenas que me dejé en una esquina de aquel horizonte desconsolado.
Se hunde el sol entristecido en su asiento reservado, cuando cala la noche muda en el fondo de mis pupilas. Percibo ahora medio despierto, que el camino está marcado con losas de cemento olvidadas y detenidas. Que el destino de este viaje duradero, se conoce antes incluso que la hora de salida. Que solo se puede acompasar el traqueteo que perturba, cuando se roza la esperanza de que la próxima estación no sea la última y nos dé la bienvenida.
Quiero escapar del gigante de hierro, pero no encuentro puerta ni ventana ni orificio para saltar de miedo y estrellarme de risa y hacer equilibrios conmigo mismo, mientras espero y prefiero encontrar tu mirada perdida. Para olvidar con ella que está trazado el camino y que conozco el destino desde la partida.
Voy a liarte en un sueño enmarañado, cuando me pares esta noche en el andén. Para montarme en tu tren y que me lleves de la mano hacia un sitio arrebujado del que ya no quiera volver.