He llamado esta noche a varios amigos. Un repaso habitual que me sirve para asentar las certezas y trasladarme al pasado en un momento. Para sentir los ecos del universo de las voces conocidas que me llevan y me traen hasta el mismo borde de su presencia inmediata. Una avanzadilla más contra la soledad multitudinaria de los días que pasan.
Estoy perdiendo esa batalla. Los amigos se alejan propulsados por no sé qué ecuación indescifrable de distancias, en una deriva continúa y desoladora. Sintiendo lejos a los que un día estuvieron cerca, descubro la trayectoria de mi tránsito ininterrumpible. Una derrota silenciosa hacia el manto suave de la indolencia, del desapego emotivo que atenúa los rasgos sencillos de la cotidianidad.
Se desatan los lazos que una vez estuvieron anudando fuertemente los espíritus, dejando una marca vacía y una oquedad tibia en lo más profundo del corazón. Esta es, y no otra, la cara que me asusta de la distancia; la de la muerte lenta y omisa de la conexión, cuando se difuminan las fronteras que separan la insensibilidad de la anestesia, la indiferencia de la inercia, la apatía de la frialdad.
Entonces me rebelo y me prometo mil veces acortar los periodos, proponer los encuentros necesarios y buscar excusas para acercarme de nuevo. Pero me doy cuenta enseguida que yo también ando atrapado en mi propia vida. Las rutinas no nos dejan espacio para la maniobra, las obligaciones se anteponen a las coincidencias y la fuerza centrífuga del azar nos impele con fuerza hacia los bordes del camino.
Por eso, muchas veces, me agarro a este teclado con uñas y dientes. Para no dejar que me lleve la corriente más lejos aún de lo que estoy. Para no permitir que me abandones a mi suerte. Que nos pille atados el siguiente vaivén de la fortuna y, sobre todo, para ahuyentar el miedo que me da perderte.
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