Las palabras parecen tener vida propia, o al menos, albedrío caprichoso. Nunca vienen cuando las llamo en silencio, con mis poros abiertos y la mirada perdida sobre el horizonte blanco. Nunca vienen cuando las llamo a gritos, desesperado de letras, y mucho menos si se las exijo, enérgico y convencido, al almacén de la memoria. Nunca vienen cuando las llamo. Nunca vienen. Nunca.
Nunca aparecen cuando las necesito y remolonean apáticas en su refugio en lugar de acudir prestas en mi ayuda. Seguramente mi dolor, mi alegría, les parece muy poco; mi tristeza, nadería, mi nostalgia, fracaso. Tendrán cosas mejores que hacer para no querer chapotear conmigo en el barro.
Nunca llegan puntuales a las citas que les prodigo y, si alguna vez extraña, consienten en quedarse conmigo, para impedirme huir y animarme a presentar batalla, no pasan de la boca, de la lengua, de los ojos, del corazón o de la espalda… o de donde quiera que sea el sitio en el que esconden las palabras.
Pero, cuando huyo de ellas para descansar de la locura, para cerrar los ojos al mundo o para escuchar los latidos de la luna, entonces, y sólo entonces, me persiguen por todas partes hasta los mismísimos confines del duermevela. Me levantan de la cama, esclavo, amante, amigo, y me hacen encender las luces de la casa y la máquina de tricotar ruiditos.
Para dictarme al oído con voz profunda y despierta, no sé si tú, yo mismo o ellas, destellos embobados que brotan atropelladamente sobre las teclas. Para mandarme de viaje a las cataratas embravecidas del corazón y los recuerdos. O a veces, para tomarme el pelo y dejarlo todo a medias.
Mucho tiempo después, por fin, concluyen sus designios y puedo, cansado, volverme horizontal; aún entonces me perturban, no me dejan tranquilo. Se unen en remolinos para danzarme en la oscuridad y contarme mil historias de sal, que no me dejan descansar hasta que, en un descuido, consigo engañarlas, otra noche más, haciéndome el dormido.
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