Una colección de instantes

septiembre2024 (Página 3 de 3)

Resistencia

Prefiero que no haya prisa para las despedidas, pero, cuando llegue el momento, que sean cortas. Que no dé tiempo apenas a hacer cábalas sobre las ausencias que se avecinan esperando en la sombra.

Cauterizar la herida duele menos que dejarla abierta toda la vida. Los malos caminos hay que andarlos aprisa y, despedirse, es en el que más hay que correr. Cortarse las alas es mejor que llevarlas encima y no poder abrirlas después.

El desapego progresivo, al final, resulta más doloroso que un adiós emocionado y corto. Para el olvido existe cura, pero para la duda, no. Cortar los hilos de un tajo puede resultar muy duro, pero si no, siempre acaban quedando nudos para los dos, que se enredan en los nuevos hilos que se irán formando.

Pero además digo, porque soy contradictorio y absurdo, que también me gustan las despedidas largas, los abrazos profundos y sentir el paso de los segundos mientras veo como se marcha.

Y me gusta esa forma de irse yendo poco a poco, con parsimonia, de dar el primer paso y retrocederlo para añadir otra palabra que sobraba, de decir hasta luego y desdecirse ahora mismo con otro par de frases sueltas que no llevan a ningún sitio, de respirar hondo para decir lo mismo que se hubiera dicho sin respirar…

Ese modo de poner un punto, que nunca se sabe si será seguido o final, me hace arrugarme sobre mí mismo para sentirme intensa y estúpidamente humano.

Humanamente estúpido, contradictorio y absurdo, porque las despedidas que se alargan me dan tiempo a recordar que sólo se quiere a quien se ha perdido, que nos acabarán olvidando quienes nos despiden y que, cuando por fin nos decidimos a tomar la palabra, ya es tarde.

Lo verdaderamente terrible, es que el corazón se acostumbra a olvidar, aunque yo me resisto. Y, para que no sepas si prefiero las despedidas cortas o largas, antes de que sea tarde, lo que quiero es decirte que no te vayas.

Distinto

Hace ya un tiempo que me noto distinto de cómo era antes. Pero no físicamente, aunque no pueden negar mi cuerpo las huellas del tiempo que me ha ido atropellando desde que nací.

Ese es el cambio natural y constante que todos disfrutamos y sufrimos por el simple hecho de seguir vivos. Y no me preocupa en exceso ni la falta de pelo en la frente, cada vez más despejada, ni las arrugas que, insistentemente, pugnan por convertirse en marcas registradas.

Ni siquiera me asustan las manchas que surgen y redibujan el mapa de la piel que muestro en primavera. Tampoco me molestan demasiado las pequeñas averías que producen el desgaste de rozarse con el mundo, ni la miopía que avanza enturbiando mis gafas de lejos. Ni que me falte la energía para hacer todas las cosas que antes hacía y que ahora ya no puedo.

Pero no, no es eso. Estoy hablando de un proceso más sutil y más intenso. De cómo he perdido el olfato y el gusto. De que el mundo se me está haciendo, poco a poco, más rectangular y menos redondo; menos rugoso y más plano.

Estoy, lo presiento, en mitad de una metamorfosis aguda que no sé si es posible, irreversible o nula. O si es un sueño, o un viaje astral, o la sombra de una duda.

Me siento volátil, parpadeante en mitad de una burbuja, abriendo la boca para no decir palabra, encontrando excusas para que los demás me señalen con el puntero. Alimentándome a base de comentarios, teniendo tema o skin en lugar de pelo, custodiado por apaches en un rincón de la base de datos. Me noto crecer los dominios, los enlaces mutan a otro color. ¡Caramba!, me han injertado un contador en mitad de la cara y en lugar de nariz y ojos, me salen tres uves dobles en las fotos.

Creo que el cambio ha sido completo. Desde hace un tiempo, para el resto del mundo, yo ya sólo soy una url. Aunque aún espero que tú, si no es demasiada molestia, seas capaz de romper el hechizo y devolverme a mi estado natural, el de búho con princesa.

Hormigas

Es el tiempo de las hormigas, de su apariencia indistinguible, de su mando férreo y su avance imparable. De sus filas, ordenadamente aleatorias, de su ambición insaciable y su obediencia ciega.

Hay, en mitad del parterre central que bordea la escalera hacia el patio, una jardinera pequeña, rectangular, anónima, que alberga un puñado de plantas de fresa. Por casualidad, caprichos de la prisa, la tierra de su interior no tiene la superficie llana, como la de las otras macetas, sino que aparecen varios montículos baldíos, una mini cordillera, de entre los cuales surgen los tallos.

Cuando quise darme cuenta, cuando perdí la vista en su falta de protagonismo, estaba tomada por las hormigas. Subían hileras por los cuatro costados y, en las hojas verdes, campaban las soldado sin miramientos. Acosada en una esquina, una babosa pequeñita dejaba de estar inmóvil, meditando, para intentar escapar por el barro cocido de la horda negra que se le venía encima.

Las plantas vecinas no dieron aviso o, si lo dieron, lo hicieron con la voz bajita de miedo. Los frutales altos, los cipreses y el laurel, ni siquiera fruncieron el ceño cuando la jardinera, acribillada por las hormigas, pidió socorro.

Ni tan siquiera el laurel, tan predispuesto él, hizo un gesto, ni movió una hoja, como cuando aquella langosta rebelde se detuvo sobre un renuevo. O como cuando en el celindo empezaron a construir las avispas y el laurel, con un golpe de viento, tiró con una rama medio jardín porque apuntó mal al avispero.

Las fresas y yo dábamos por perdida la jardinera, un imposible que se sueña y que ya sólo habita en el corazón. Y, como todos los sueños lejanos, casi se me había olvidado a fuerza de no nombrarla.

Pero noto ahora un inútil espíritu olímpico, relleno de brindis al sol e impostura barata. Ahora, cuando las hormigas deciden pasear la misma llama que ya otros insectos pasearon, fingen las plantas poner el grito en un cielo del que, posiblemente, nunca lleguen a tener mapa.

Ahora, con los contratos ya firmados, ensayan artificios publicitarios, comienzan la comedia diplomática y revelan la falsedad de sus intenciones. ¡Qué irracionales fueron siempre las hormigas! ¡Y qué hipócritas las plantas!

Yo ya sólo puedo creer en mandalas, dibujarlos con polvo amarillo de azufre en las hojas y musitar este mantra. Exiliar fresas en otras macetas y esperar que un invierno crudo se lleve lejos a la hormiga reina, a todos sus zánganos secuaces y a los de algunos árboles, «amigos» de la jardinera.

Y que las propias hormigas rompan las filas para revolucionar los claveles.

El ruido del mar

Escuché el ruido del mar, sentado, con la mirada perdida, con la cabeza tendida sobre un hombro imaginario. Me tomé cada sonido despacio, como un pastel que, al morderlo, explota con toda su fantasía desde el cielo de otra boca.

Porque llevaban escondida música de abecedarios y melodía de sueños y ritmos del corazón, aquellas palabras tuyas me sonaron a canción en cuanto salieron de tus labios.

Me quemaron la lengua como versos descarnados que abren la misma herida que cierran, como poema convulso que se estremece y me revuelve con un pulso que no cesa. Como un dardo certero que despierta del silencio lo que ya no se quiere desvanecer.

No hay día en que no quisiera seguir contigo en la arena y beber a sorbos de tu sed y leer de nuevo, así de cerca, las líneas de tu mano que acabaron en mi piel.

Porque llevo escrito para siempre el abril de tu pecho encendido en dos claveles, el febrero cálido de tu vientre desnudo y un nudo de aromas que no se deja desatar.

Pero esta noche sé que voy a tener un sueño especial. Un sueño distinto en el que, cuando tu corazón espiral se me acerque al oído, se despierte conmigo el ruido del mar.

Párpados

Ahora que están dormidos todos aquellos que me despiertan los sentidos y me envenenan la sangre de vida, me siento algo somnoliento, un bostezo solitario, un espejismo pequeño de esta noche tranquila.

Cuando sonríen sin medida, cuando florecen a la luz de una tarde amarilla y azul sus espíritus claros, yo mismo sé que me siento un tanto sonrisa, un poco sol y un principio de abrazo enarbolado.

Pero si le negasen sus manos a mi piel, a mi pelo, si cerrasen los oídos a mis palabras—sonda, si apagasen sus iris cóncavos a la llamada de mis pupilas, yo me sentiría, en ese instante, ¡tan ciego! ¡tan sordo! ¡tan inválido!

¿Te parece, entonces, extraño que, cuando lees lo que escribo, sienta yo corazones furtivos palpitándome en los párpados?

Ícaro

A la hora previsible de los fantasmas, cuando el mundo se concentra bajo el sombrero de una bombilla encendida, empieza este asunto curioso de enhebrar sintagmas y emborronar trabajosamente las rimas.

Cuando ya sólo me queda por hacer lo importante, lo que dejé para mañana aparcado en doble fila, cuando encuentro acomodo en la noche solitaria sin tener que sacar número ni pedir cita, despliego las letras aladas y le abro la puerta, sigilosamente, a las palabras.

Me dilato en ellas, me amplío, me lanzo al vacío de cabeza y me voy haciendo más grande, más ancho, más eximio. Excelso y conspicuo, me elevan al infinito los zancos de palabras que me voy calzando por el camino.

Consigo ser enorme, inmenso, importante, cuando voy bajando por la escalera de los renglones. Me convierto en un inusitado gigante, que lanza las redes de la melancolía para capturar los instantes y que queden atrapados en el azúcar que rezuman.

Y crezco, aumento, me extiendo. Progreso con botas de siete leguas y sobrevuelo el mismo laberinto que voy construyendo. Añado textos, reviso frases y trepo a dos tecleas por la judía mágica hasta tocar el cielo, sin miedo, porque es el único sitio en el que no siento vértigo.

Pero el sol siempre derrite todas las alas que se fabrican con plumas ajenas, Ícaro se despierta dolorido y desangelado y, por la mañana, cuando leo despacito lo que escribí la noche antes, vuelvo a ceñirme a mi papel habitual de increíble hombre menguante. Tan chiquitito, tan anodino, tan insignificante.

Forastero

Apenas tengo recuerdos de Granada. Debe ser porque sigo viviendo en ella y tan sólo la ausencia de las cosas enciende el fulgor insólito de la memoria. La transito indolente, olvidado de la tierra que piso y de quienes la anduvieron antes conmigo.

La miro a todas horas sin verla, porque la llevo en el blanco de los ojos cuando los cierro. Sólo los forasteros de ojos vírgenes saben echarme en cara el error terrible de no buscar lo que se tiene alrededor y no se capta más que desde lo simple.

Apenas tengo recuerdos de mi casa. La palpo todos los días con la misma ansia de refugio que me secuestra en sus paredes sonámbulas. Me rozan en sus estancias todas las horas de la vida y llevo grabados, en un pliegue de las pestañas, los ruidos imposibles de su espíritu estático.

De vez en cuando, vienen extraños de ojos lejanos, que son los únicos que me pueden apuntar en las pupilas que está torcido aquel cuadro, que esa baldosa no es tan solitaria y que ha envejecido el sofá más que la moneda que se cayó dentro, como en un bolsillo imaginario.

Apenas tengo recuerdos de mi infancia. Debe ser porque aún vivo en ella y no han tenido tiempo de secarse las fosforescencias de su tiempo pasado y traspasado de inocencia. O porque la tengo a mano, cuando la extiendo al vacío, en un gesto cotidiano de mirar lo imposible y perderme en lo vano.

Algunas veces, voces que antes lo fueron de niños huecos de ojos claros, me avisan a destiempo de su efecto contrario, del dolor de la vida dormida tanto tiempo esperando y de que, las lágrimas, ya no me dan saltos ni cuando aterrizo de golpe en el suelo, tropezando.

Pero de ti, corazón, de ti, todo lo que tengo son recuerdos. Debe ser porque ya no te tengo, porque me lates sin ruido, sin alma, sin deseo. ¡Quién supiera buscarte, a mi lado, y salir a tu encuentro con los ojos profundos, interminables y lejanos de un forastero!

Invisibles

Su atuendo era elegante, adecuado. Su silueta, delgada y femenina, sin excesos aparentes. Sin ser atractiva, no dejaba de ser bella, agradable para la vista, allí, detrás de la mesa, en la tarima desde donde desgranaba su presentación.

Su voz, ni monótona ni agresiva, prodigaba una dicción perfecta, con una claridad poco habitual a mis oídos, que envolvía los sonidos en un timbre casi dulce. Ni insolente ni irónica, amable sin afabilidad, cercana, pero manteniendo una distancia prudencial con el resto de la sala.

No caí en la cuenta hasta que no hubo terminado, de que yo sólo la estuve escuchando como música de fondo, de que la miré sin prestar atención, como si ella no hubiera sido más que otro adorno de aquel salón.

Para cuando acabó su discurso, la suerte ya se me había multiplicado por dos. Y los tres emprendimos ese viaje habitual, que siempre es un retorno, hacia el lugar en donde la memoria nos acaba llevando, de risa en risa, para demostrarnos, ante nuestros propios ojos, que ya hace tiempo que somos otros, aunque nos sigamos creyendo los mismos.

Cuánta gente pasa inadvertida, indistinguible. Cuántos se cruzan, anónimos, sin que notemos siquiera el remolino del aire que van dejando. Cuántos viajan, efímeros, por el mismo camino, al lado, tropezando con los hitos incluso, y echándose la rodilla abajo, sin dejar ni tan siquiera un pestañeo como huella de su paso. Invisibles, extraños, como nosotros también lo fuimos, aunque yo ya casi no recuerdo aquel tiempo y me cuesta imaginarlo.

Y sin embargo, ahora, cuando nos vemos, retomamos el pulso en el mismo sitio en que lo dejamos, nos seguimos reconociendo. Posiblemente, más que por lo que vimos los unos en los otros o por lo que vivimos, por lo que echamos en falta cuando no nos vemos y por lo que recordamos haber vivido juntos.

Porque lo que une a las personas, mucho más que las grandes palabras, es lo doméstico, lo cotidiano, la rutina compartida. Las conversaciones sin hilo que acaban en madeja, los gestos de complicidad que nadie más entiende, las palabras espesas que sólo se desatan, tranquilamente, delante de una cerveza.

La noche fue imprevista, fantástica, bella. Con la belleza extraordinaria de no ser sorpresa, sino costumbre. No sé que más decir, que tuvo ángel y humor, que se palpó el espíritu de la ternura, que regresamos al zen. Que nos quedamos con ganas de más y que, seguramente, la echaremos de menos hasta la próxima vez.

Pero, acordarme de nosotros juntos, mirar hacia detrás y hacia delante, me convence de que, en este preciso instante, en alguna parte del mundo, queda alguien, invisible, que ahora no se puede ni imaginar que acabermos siendo amigos.

Desconozco el mecanismo que desplegará el azar, ni la potencia de la chispa que estalle, ni la fórmula de la alquimia desencadenante ni el hilo que nos unirá. Pero ya noto aquí, en el pecho, la misma suavidad, el mismo hueco, la misma inquietud que tengo cuando, de tanto en tanto y por casualidad, nos vemos y me salen de dentro las ganas de abrazar.

Acércate

Acércate a mí esta noche y termina de llenar esta luna que hoy se esconde, como tú, más allá de las nubes. Pero no temas, no voy a retenerte tanto como de costumbre; sólo el tiempo preciso para que vuelvas.

Para que vuelvas te tengo aquí, guardada, en el corazón de las palabras que llevo en la boca, la boca de mi corazón deshecho en metáforas. En metáforas que escribo bajito, con la voz queda, con la tinta acolchada en las teclas que voy pulsando despacio, sin ruido, para sentir cómo te acercas.

Para sentir cómo te acercas, para que arrimes tus ojos al otro lado de estas letras y pueda oler, profundamente, tu presencia invisible por todos los resquicios. Para que comprendas que, el secreto, no está en lo que digo.

El secreto no está en lo que digo, ni en lo que quisiera decir, ni en lo que haga, sino en la sombra de aquellas palabras, que me retumban en el oído cuando te montas en lo que escribo y cabalgas con ellas.

Y cabalgas con ellas por dentro de mis pupilas, tatuadas de tu pelo, y en el ruido del mar, que me afina los tímpanos malheridos de silencio. Como explotas en la sal de tu ausencia, tan cotidiana, que entreabre mis labios enfermos de tu nombre de pila cuando escapas atravesando el espejo, y en la brisa.

En la brisa del recuerdo, que me cierra las manos vacías de tu pecho sobre una mancha de tinta y de deseo, que dura sólo el tiempo preciso para que vuelvas.

Sólo el tiempo preciso para que vuelvas; pero no voy a retenerte tanto como de costumbre, no temas. Termina de llenar esta luna que hoy se esconde, como tú, más allá de las nubes, y acércate a mí esta noche.

Inadvertido

Pues no se me ocurre nada esta noche. Y eso que estaba yo muy dispuesto, aquí, enfrente de la pantalla.

Incluso tenía pensado un tema, cosa que no ocurre siempre, mejor dicho, que no ocurre casi nunca. Pero parece que, como todo, las cosas no son como empiezan, sino, más bien, como acaban.

Yo quería empezar hablando del azar, ya sabes, mi manía. Asombrarme de cómo tanta gente me ve pasar inadvertido por sus vidas. De cómo sus vidas, ahí, tan cerca, tan de repente, se cruzan inadvertidamente con la mía.

Hubiera contado que no hace falta una gran elocuencia, ni un porte esbelto, ni unos ojos hipnóticos para dejarse hacer huella y quedarse enganchado en una sonrisa viajera que pasa por tu lado.

Ni tampoco se necesita un corazón esotérico, ni una mirada lánguida, ni un maquillaje perfecto, para imprimir en otros labios la costumbre ajena del nombre propio como contraseña.

¡Que va! Es mucho más simple. A veces, incluso, basta una camiseta con un texto ingenioso o un tropezón con una piedra, para que la chispa se encienda incombustible. Porque las cosas no son como empiezan.

Y eso es lo más triste. Que lo que cuenta es cómo acaban y, por eso, sólo se encuentran cuando ya han pasado de largo y volvemos atrás la mirada, para notar que no está el agua que tuvimos en las manos y que ya no nos podrá quitar la sed que empezamos a sentir.

Bueno, eso hubiese querido decir. Y más cosas, que me conozco y, cuando pillo el hilo, me dan las tantas. Pero hoy ha sido un día torcido, de esos que ves venir atravesados desde por la mañana, todo me ha salido mal y, aunque lo intentaré un poco más, ya no creo que se me ocurra nada.

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