Hace ya un tiempo que me noto distinto de cómo era antes. Pero no físicamente, aunque no pueden negar mi cuerpo las huellas del tiempo que me ha ido atropellando desde que nací.
Ese es el cambio natural y constante que todos disfrutamos y sufrimos por el simple hecho de seguir vivos. Y no me preocupa en exceso ni la falta de pelo en la frente, cada vez más despejada, ni las arrugas que, insistentemente, pugnan por convertirse en marcas registradas.
Ni siquiera me asustan las manchas que surgen y redibujan el mapa de la piel que muestro en primavera. Tampoco me molestan demasiado las pequeñas averías que producen el desgaste de rozarse con el mundo, ni la miopía que avanza enturbiando mis gafas de lejos. Ni que me falte la energía para hacer todas las cosas que antes hacía y que ahora ya no puedo.
Pero no, no es eso. Estoy hablando de un proceso más sutil y más intenso. De cómo he perdido el olfato y el gusto. De que el mundo se me está haciendo, poco a poco, más rectangular y menos redondo; menos rugoso y más plano.
Estoy, lo presiento, en mitad de una metamorfosis aguda que no sé si es posible, irreversible o nula. O si es un sueño, o un viaje astral, o la sombra de una duda.
Me siento volátil, parpadeante en mitad de una burbuja, abriendo la boca para no decir palabra, encontrando excusas para que los demás me señalen con el puntero. Alimentándome a base de comentarios, teniendo tema o skin en lugar de pelo, custodiado por apaches en un rincón de la base de datos. Me noto crecer los dominios, los enlaces mutan a otro color. ¡Caramba!, me han injertado un contador en mitad de la cara y en lugar de nariz y ojos, me salen tres uves dobles en las fotos.
Creo que el cambio ha sido completo. Desde hace un tiempo, para el resto del mundo, yo ya sólo soy una url. Aunque aún espero que tú, si no es demasiada molestia, seas capaz de romper el hechizo y devolverme a mi estado natural, el de búho con princesa.
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