A la hora previsible de los fantasmas, cuando el mundo se concentra bajo el sombrero de una bombilla encendida, empieza este asunto curioso de enhebrar sintagmas y emborronar trabajosamente las rimas.
Cuando ya sólo me queda por hacer lo importante, lo que dejé para mañana aparcado en doble fila, cuando encuentro acomodo en la noche solitaria sin tener que sacar número ni pedir cita, despliego las letras aladas y le abro la puerta, sigilosamente, a las palabras.
Me dilato en ellas, me amplío, me lanzo al vacío de cabeza y me voy haciendo más grande, más ancho, más eximio. Excelso y conspicuo, me elevan al infinito los zancos de palabras que me voy calzando por el camino.
Consigo ser enorme, inmenso, importante, cuando voy bajando por la escalera de los renglones. Me convierto en un inusitado gigante, que lanza las redes de la melancolía para capturar los instantes y que queden atrapados en el azúcar que rezuman.
Y crezco, aumento, me extiendo. Progreso con botas de siete leguas y sobrevuelo el mismo laberinto que voy construyendo. Añado textos, reviso frases y trepo a dos tecleas por la judía mágica hasta tocar el cielo, sin miedo, porque es el único sitio en el que no siento vértigo.
Pero el sol siempre derrite todas las alas que se fabrican con plumas ajenas, Ícaro se despierta dolorido y desangelado y, por la mañana, cuando leo despacito lo que escribí la noche antes, vuelvo a ceñirme a mi papel habitual de increíble hombre menguante. Tan chiquitito, tan anodino, tan insignificante.
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