Es el tiempo de las hormigas, de su apariencia indistinguible, de su mando férreo y su avance imparable. De sus filas, ordenadamente aleatorias, de su ambición insaciable y su obediencia ciega.

Hay, en mitad del parterre central que bordea la escalera hacia el patio, una jardinera pequeña, rectangular, anónima, que alberga un puñado de plantas de fresa. Por casualidad, caprichos de la prisa, la tierra de su interior no tiene la superficie llana, como la de las otras macetas, sino que aparecen varios montículos baldíos, una mini cordillera, de entre los cuales surgen los tallos.

Cuando quise darme cuenta, cuando perdí la vista en su falta de protagonismo, estaba tomada por las hormigas. Subían hileras por los cuatro costados y, en las hojas verdes, campaban las soldado sin miramientos. Acosada en una esquina, una babosa pequeñita dejaba de estar inmóvil, meditando, para intentar escapar por el barro cocido de la horda negra que se le venía encima.

Las plantas vecinas no dieron aviso o, si lo dieron, lo hicieron con la voz bajita de miedo. Los frutales altos, los cipreses y el laurel, ni siquiera fruncieron el ceño cuando la jardinera, acribillada por las hormigas, pidió socorro.

Ni tan siquiera el laurel, tan predispuesto él, hizo un gesto, ni movió una hoja, como cuando aquella langosta rebelde se detuvo sobre un renuevo. O como cuando en el celindo empezaron a construir las avispas y el laurel, con un golpe de viento, tiró con una rama medio jardín porque apuntó mal al avispero.

Las fresas y yo dábamos por perdida la jardinera, un imposible que se sueña y que ya sólo habita en el corazón. Y, como todos los sueños lejanos, casi se me había olvidado a fuerza de no nombrarla.

Pero noto ahora un inútil espíritu olímpico, relleno de brindis al sol e impostura barata. Ahora, cuando las hormigas deciden pasear la misma llama que ya otros insectos pasearon, fingen las plantas poner el grito en un cielo del que, posiblemente, nunca lleguen a tener mapa.

Ahora, con los contratos ya firmados, ensayan artificios publicitarios, comienzan la comedia diplomática y revelan la falsedad de sus intenciones. ¡Qué irracionales fueron siempre las hormigas! ¡Y qué hipócritas las plantas!

Yo ya sólo puedo creer en mandalas, dibujarlos con polvo amarillo de azufre en las hojas y musitar este mantra. Exiliar fresas en otras macetas y esperar que un invierno crudo se lleve lejos a la hormiga reina, a todos sus zánganos secuaces y a los de algunos árboles, «amigos» de la jardinera.

Y que las propias hormigas rompan las filas para revolucionar los claveles.