Una colección de instantes

septiembre2024 (Página 2 de 3)

Ansia de ventanas

El velo grisáceo que entra por el ventanal, el viento desapacible y espeso que aúlla incansable, el vaivén quejumbroso de los árboles en la otra orilla del mundo…

Este silencio acolchado en el aire, esta penumbra de ruidos que, cuando llegan enmohecidos, parecen no tener nada que ver conmigo…

Esta forma de empañarse los colores, la transparencia lejana de los recuerdos, que quieren mojarse en las gotas despistadas que van cayendo del cielo como sin agua…

Este transcurso viscoso de los minutos que parecen horas, el empeño solitario de volcar mi corazón en estas hojas del libro que va pasando por mí las páginas…

Las nubes de mi cabeza que me nublan en espiral, la manga larga de los espejos, lo impermeable de mi voluntad de no caer al vacío, la angustia de respirar el aire que necesito guardar para luego…

El octubre de mis ojos, este tenorio aterido que te susurra noviembres al oído para pedir comprensión. La nieve de las canas que se deja caer en diciembres sobre mis hombros y esta hojarasca de letras que se me van escapando entre los dedos a manojos…

Todo son avisos de que presiento el otoño, de que me tiene todavía inmerso, que voy un paso atrás en el camino… Todo son señales de freno, síntomas de frío, rasgos comunes de que hay suelto algún loco con el corazón entumecido…

En esta tarde interminable y gris de primavera, no acierto a saber, cuando mi espíritu se atraviesa con un ansia de ventanas, si es que me estoy contemplando por dentro o si sigo sin gana, mirando hacia fuera.

Encaje

Escoge de la caja de costura, al azar, una bobina de hilo. Cada vez corta un trozo de longitud diferente, desconocida, y enhebra la aguja con decisión, mojando mucho la punta, haciendo traspasar el cabo tan húmedo por la abertura, que parece que el ojo de la aguja da a luz y el hilo llora al traspasar el umbral.

Si hubiera líneas predispuestas, dibujadas, decorando la tela, no cambiaría nada. Porque su vista cansada, que es al mismo tiempo albedrío e incertidumbre, nunca las respetaría, por costumbre. Por eso clava la aguja en un punto impredecible del tejido.

Borda, hilvana, zurce. Pespuntea. El metal salta en la tela como un delfín que juega en el mar a saludar estrellas. El hilo deposita su propia esencia en el rastro que deja, paralelo, oblicuo o curvo. A veces, desenredado y, a veces, repleto de nudos.

Así se va formando el dibujo. Entreverando colores en los caminos, rellenando espacios, marcando trayectorias, revolviendo hilos. A ratos, la aguja sube a las nubes y, cuando se tensa la hebra, vuelve a hundirse en el fondo para perderse entre tinieblas; de donde, a veces, para salir, nos guía el dolor del dedo corazón.

Pero la hebra se acaba, antes o después, esté terminado el dibujo o no; y hay que cortarla para enhebrar otro hilo. Parece sencillo, basta un gesto raudo, un pulso firme, un mordisco, y todo termina con un último suspiro.

La vida que nos teje nos tiene pendientes de un hilo, bordados en su bastidor redondo del mundo. Y yo quisiera mano de hilandera, en este preciso instante, para seguir bailando encajes con el tuyo.

Se busca Musa

Se busca Musa con premura, me urge encontrar estímulo. En adelante se detallan los pormenores necesarios para el delicado desempeño que ha quedado vacante.

Debe ser breve en apariencia, esbozar lo que no muestre y dejar ganas de más cuando se despida. No importa si le gusta mirarse al espejo, siempre que no haga caso de lo que ese infame le diga. Yo mismo me encargaré, puntualmente, de hacerle saber que está divina.

Imprescindiblemente, debe ser abierta de mente y dementemente abierta de corazón. Practicante convencida de abrazos compulsivos y meticulosos, que no necesiten pretextos bienintencionados ni efemérides de agenda y que no dependan, en general, de cualquier suerte de buenos modos.

Su aspecto mundano no es trascendente, aunque prefiero que tenga la piel suave por si surgieran, inesperadamente, asuntos de índole concupiscente y noctámbula. Que no sea sonámbula, por favor, que no hable en sueños; es mucho mejor, en estos casos, que prefiera soñar mientras hablamos.

Da igual el color de sus ojos porque pienso perderme en ellos de todos modos. Como acabaré adorando su voz y echando de menos sus manos cuando no floten a mi alrededor.

Es imprescindible que no le tenga miedo a las alturas. Generalmente suelo volar bajito y no debería haber problema. Pero es porque, bueno, según la compañía, ya saben, a veces, uno se esmera.

No ando nada bien de plata y por ende, interesadas, abstenerse.

Y tengo edad suficiente para saber que, en esta vida tan terca, se busque lo que se busque, al final se encuentra lo que se encuentra. Por eso confieso que, todas las anteriores preferencias, sólo son una argucia para llamar la atención de posibles musas convictas o confesas.

Pero lo que sí agradecería, muy sinceramente, es que, antes de personarse en mi vida para ultimar las pequeñas cosas, se dejara convencer y, algunas veces, se me apareciera tal y como yo me la estoy imaginando ahora.

Cerrando

Cansado, terriblemente cansado, agotado hasta la extenuación, estoy delante del teclado sin saber bien por qué.

Los párpados se rebelan a la luz de la pantalla que tengo enfrente, y noto mis pupilas inertemente planas. Los dedos se mueven autómatas, como si tuvieran cibervida propia, y no consigo saber hacia donde me llevan.

En esto, deja de oírse el ruido de las teclas, resbala mi cuerpo desmadejado sobre la espalda del sillón y tu imagen nebulosa se acerca a darme las buenas noches. Es la hora, estoy seguro, de perder la memoria volátil.

Pero antes, al apagar los aparatos, en un último esfuerzo que me cuesta tres bostezos y cuatro «hala, vamos», noto que un dedo me pulsa el botón del ombligo. Miro a la pantalla somnolienta hasta que se ajustan las pupilas y leo con sorpresa el mensaje que está escrito debajo de mi foto: «Windows te está cerrando…»

Y mientras apago los ojos, lo último que consigo es emitir un ruidito: din din don dinnn.

Anzuelo

La noche fría y la luna llena han salido a pescar, a aprovechar la tormenta que revuelve la mar y airea sentimientos escondidos en la marea de los deseos que vienen y van, sin tregua, como olas empecinadas, insistentes y conspicuas.

Lo sé porque sigo atrapado en la red, perdidamente encontrado, boqueando versos por las agallas que no tengo, redondeándome los ojos en lo cuadrado de las pantallas. Y perdiendo escamas, se me va descarnando la piel dejando que salgan caricias pasadas de quienes, vete tú a saber, tal vez no supe querer a tiempo y con ganas.

Dulce tormento volver a sentir los anzuelos que no supe que había mordido hasta que no conseguí poner los pies en el suelo y noté, sorprendido, que me faltaba el aire que sobraba en la música del agua. Suave penitencia la de recordar miradas, la de volver a sentir besos perdidos, y ponerlo todo en cajas, entremezclando hileras de hielo y palabras.

Pero hay que saber que no todo el pescado está vendido. Siempre volvemos al mar porque, incluso después de estas noches tan viscosas y largas, la trama de la memoria abre agujeros en su red por donde, al final, tarde o temprano, todos los peces se escapan.

Y aunque me rompió el corazón, en honor a la verdad, tengo que declarar que tu anzuelo no dolió hasta que cortaste el sedal y me di cuenta, tendido sobre la arena, que es otro de los que no me quiero sacar.

La salud de las mariposas

La noche, según tú, estaba fresca, aunque para mí no; pero ya estoy acostumbrado a que nosotros dos somos cuatro: tú, yo, el frío y el calor. Si bien es cierto que, en las afueras, en la terraza de aquel bar, el relente que deja escapar la vega sobre las noches de verano es un arma de doble filo, que no muestra su verdadero poder hasta que ya te has ido.

En la punta de la lengua llevábamos agazapado el asunto, esperando la hora de los vasos largos y las confidencias. Impaciente, no supe cómo encontrar el momento, hasta que tú, con tranquilidad, me lo pusiste en la boca:

———¿Es que no me vas a preguntar?

Estaba deseando que me contaras pero, ya sabes lo raro que puedo llegar a ser, estaba en mitad de un ataque de pudor. Encuentro, a veces, entre nosotros, una extraña barrera de lealtad, y, en esos momentos, me cuesta encontrar la manera de bajar del pedestal en el que me subes.

Repasabas, nerviosamente, los anillos de tus manos mientras me ibas contando, con calma, todo lo que había pasado. Y si algo no me contaste, ya lo imaginé en tu sonrisilla de haber tocado el cielo y no saberse bajar de la nube.

Entonces, remataste el discurso con aquella mención a las mariposas que me dejó un poco preocupado. Porque, fíjate ahora por dónde salgo, yo no creo en la felicidad.

No creo en la felicidad, pero sí en el impulso que nos dan las alas de las mariposas cuando juegan a volar en la boca del estómago y forman un remolino que te deja sin aliento y una oquedad inexplicable en el pecho.

La otra tarde, en casa, mientras estábamos en la cocina, recordé aquella noche de verano y su conversación deshilvanada en la memoria. Más tarde, en el salón, al ver cómo trasteabas los anillos, hubiera querido preguntarte por la salud de las mariposas, pero no supe cómo. Como tampoco supe, torpe que es uno, dónde echar el agua para que se hiciera el café.

Es que, a veces, encuentro entre nosotros, una barrera invisible de lealtad. Pero, dime, ahora, aunque no estemos solos… ¿han echado a volar?

Vencidos

Seguramente, de las derrotas, ya está todo dicho. En las canciones, en la poesía y en la prosa, en la persistencia de la memoria y en el azar. No queda entonces mucho que decir que, realmente, no esté de más.

Aún así, contar alivia —mucho más que leer— y por eso también están llenas las bitácoras, claro, con lo bueno y con lo malo de aquello que se fue. En ellas, vamos escribiendo los pasos del vía crucis y dibujando las sombras de lo que el viento se llevó mientras, a ratos, nos escurre el azúcar entre las manos y, a ratos, soltamos espuma por la boca.

Eso es ahora lo que toca, poner distancia y olvido, sentirse perdedores y vencidos, abandonarse a la melancolía, perderse… y de perdidos, al río. Al río de la tinta electrónica que, a fuerza de teclas y de ratones, va ablandando la ausencia de quienes aún habitan nuestros corazones.

Esperando que el tiempo pase, pasan letras, pasa la vida y cada esquina trae nuevos azares que nos ponen en manos de la ingrata y bendita infidelidad de la memoria.

Pues en el fondo, a pesar de lo negra que es esta hora, hay que creer que, tarde o temprano, pero pronto, llegará otro empate para aliviar la derrota. Que de este juego tan excitante del tú y yo, nunca nadie salió ileso, ni por la puerta grande de la victoria.

Pero, mientras llega ese empate, me echo para adelante y te hago un sitio. Sube a lomos de Rocinante y canta conmigo, aunque sólo sea un instante.

Fahrenheit 451

El viejo seguiría en el mar y Robinsón Crusoe no habría zarpado. El último mohicano, digo yo que habría podido adelantar algún puesto; John Smith no sabría de mapas extraños y el Aleph aún sería, únicamente, la letra de un alfabeto.

Los cinco podrían haber sido cuatro y terminar emparejados, Harry Potter podría disfrutar de un instituto muggle con la cara llena de granos. Laputa sería el nombre de un garito de alterne, Zaratustra una marca de embutido y el Buscón hubiera podido, por fin, encontrar lo buscado.

Mafalda y Peter Pan estaría ahora más creciditos. Los tres cerditos, tal vez, habrían acabado en un estofado o serían los cocineros de algún restaurante vegetariano. Cenicienta sería libre para comprar electrodomésticos, Bella Durmiente tomaría pastillas para dormir al oír el jolgorio que se traen los enanos y Bestia, profundo y reflexivo, quizás quisiera plantearse seriamente salir del armario.

La Nana de la Cebolla se estaría pochando en una sartén. Penélope no habría tenido que tejer y estaría en el andén esperando que la cantara el Nano. Ariadna sería una chica bien y el Minotauro tendría un chalet en las afueras de palacio.

A Don Quijote no le habría sorbido el seso nadie y viviría felizmente su vida anodina hasta morirse de viejo. Hamlet y Otelo no tendrían ni dudas ni celos. Y, por supuesto, la Historia Interminable, ni siquiera habría empezado.

Ni yo tendría, como tengo, la cabeza llena de pájaros, los ojos manchados de tinta y un corazón escuálido, que deja que se le derramen versos tontos por las comisuras de los labios.

Nombre

Lo inolvidable no tiene fecha ni hora. Es, más bien, una sensación conocida y perturbadora que te devuelve, de repente y sin aviso, el detalle minucioso y exacto de lo vivido.

Por eso es que aún siento, entre mis dientes, el nudo de aquel collar; tu pulso acelerado que me late por dentro, el aroma dulce de tu cuerpo que se enreda en todas las brisas y tu voz, entrecortada, que me parte en dos la respiración contenida.

Noto tu pelo enredado en mis manos y tus ojos cálidos ardiendo en los míos con esa luz mágica, la que le da a la vida el color de los sueños, que vuelve a salir de ti cuando los cierro.

Lo inolvidable no tiene hora, ni día, porque no sucede ni caduca. Deja de ser recuerdo, ni olvido, ni sueño, ni sombra de duda, para formar parte de la verdad desnuda e indivisible de uno mismo. Y ya nada consiste en acertar con las fechas, que es un asunto anodino y vulgar, reservado a lo despiadado de las agendas.

Porque, desde aquel instante, cuando tus labios enjutos, tan cerca de mí, se abrieron para susurrarme al oído que te abrazara, abril se me hizo un libro infinito. Es tu nombre, el que está escrito en todas sus páginas.

Pétalos

Ha amanecido alfombrada de pétalos del celindo la escalera del patio. Los he visto temprano, al bajar, con las luces del día apenas asomadas a la sombra de las casas.

Cuando me puse a recogerlos, me quedé un rato absorto en el viento que los arrancó, en el dibujo que hizo con ellos el azar y en la melancolía que hay en las ramas que tuvieron que perderlos y ahora quisieran volverlos a encontrar.

Muchas veces me han hecho preguntas sobre el laberinto. Que si para qué escribo, que si para quién, que si digo la verdad o es que me la invento…

No me sorprenden quienes me interrogan, porque todas esas cosas ya me las había preguntado yo primero. Aunque, en ciertos momentos, es inevitable que me resulte cansino responder siempre a lo mismo, en el fondo, me gusta que me den ocasión de explicarme y explayarme a la vez.

Lo que sí que me resulta especialmente difícil, es decir a los conocidos que escribo. Me da tanto pudor que, de hecho, son pocos los íntimos que saben del laberinto, y de entre ellos, menos aún los que se pierden en él. Quizá, quizá, calculando por exceso… ninguno.

A ella me costó menos apuro decírselo, porque es nueva en la costumbre de conocerme y porque me pareció persona prudente y comedida. Se lo dije simplemente, sin más, como el que mira para otro lado esperando impaciente que le vuelvan a preguntar.

Pero ella, sin más, simplemente, con esa inocencia que da la virtud de no dejarse arrastrar por lo evidente, me clavó hasta el fondo su curiosidad:

———¿Y qué escribes?

No le supe responder. Me sorprendió de forma sutil pero rotunda, más que la duda, el que yo no la hubiera tenido primero. Ni siquiera yo mismo recuerdo haberme hecho esa pregunta. Un poco contrariado, le contesté, sin más, simplemente: «No lo sé».

Probablemente no vuelva a asomarse a la ventana, así es el azar, y, aunque volviera, la aguja de la conversación no se enhebrará otra vez con el mismo hilo. Aunque me gustaría, por lo menos, hacerle saber cuánto me ha servido su pregunta.

Por eso, por si acaso el azar es caprichoso, desde aquí le hago saber que le estoy muy agradecido. Porque ahora ya sé, por si alguien, o yo mismo, volviera a preguntar la misma duda, lo que voy a contestar.

Que pétalos son lo que escribo. Simplemente, sin más.

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