Escoge de la caja de costura, al azar, una bobina de hilo. Cada vez corta un trozo de longitud diferente, desconocida, y enhebra la aguja con decisión, mojando mucho la punta, haciendo traspasar el cabo tan húmedo por la abertura, que parece que el ojo de la aguja da a luz y el hilo llora al traspasar el umbral.
Si hubiera líneas predispuestas, dibujadas, decorando la tela, no cambiaría nada. Porque su vista cansada, que es al mismo tiempo albedrío e incertidumbre, nunca las respetaría, por costumbre. Por eso clava la aguja en un punto impredecible del tejido.
Borda, hilvana, zurce. Pespuntea. El metal salta en la tela como un delfín que juega en el mar a saludar estrellas. El hilo deposita su propia esencia en el rastro que deja, paralelo, oblicuo o curvo. A veces, desenredado y, a veces, repleto de nudos.
Así se va formando el dibujo. Entreverando colores en los caminos, rellenando espacios, marcando trayectorias, revolviendo hilos. A ratos, la aguja sube a las nubes y, cuando se tensa la hebra, vuelve a hundirse en el fondo para perderse entre tinieblas; de donde, a veces, para salir, nos guía el dolor del dedo corazón.
Pero la hebra se acaba, antes o después, esté terminado el dibujo o no; y hay que cortarla para enhebrar otro hilo. Parece sencillo, basta un gesto raudo, un pulso firme, un mordisco, y todo termina con un último suspiro.
La vida que nos teje nos tiene pendientes de un hilo, bordados en su bastidor redondo del mundo. Y yo quisiera mano de hilandera, en este preciso instante, para seguir bailando encajes con el tuyo.
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