Una colección de instantes

junio2024 (Página 3 de 3)

Caducidad

¿Notas este frío de invierno en el dibujo con que el vaho se me escapa, en la piel que me estremece sobre un minúsculo movimiento?

Pensé que, al menos de este otoño, podría salir ileso. Aun sabiendo que ya amarilleo, que me voy cayendo a pedazos al suelo y que un viento imparable me barrerá de todas las memorias que me importan.

Hace tiempo que me escurro, que pierdo el pie de este equilibrio equivocado cuando se mueven las ramas. Que el cielo se queda cada vez más sombrío y que, cuando parece despejarse un poco, sólo es espejismo que rola hasta ennegrecerlo del todo.

Es dura la caída, por más que la endulcen los recuerdos que me tienen cosido a la rama. Por más que me digo que tengo el suelo mullido y que el golpe no será nada, tengo miedo del descenso a pulmón libre, de la angustia del aire en la cara, del vértigo inaguantable de sostener tu invisible mirada sobre mis hombros.

Temo soltarme de la rama, no por la herida del pedúnculo arrancado de cuajo, ni porque me pisen los cascos de los caballos después; sino porque no habrá primaveras suficientes para que pueda auparme otra vez al árbol.

¡Cuánto he corrido para llegar al final, qué loca carrera de savia! Algún jardinero compasivo me amontonará por la mañana y, al prenderme, me devolverá hasta el último humo que puedo venderte, para que perdones mi locura evidente con tu cordura perdonada.

¿De verdad que no notas este frío salvaje, este acero penetrando en la carne, este concierto de alfileres que está esperando colarse por alguna rendija de la ventana?

Pensé que, al menos de este otoño, podría salir ileso. Pero me has dejado abierta una ventana en el corazón y noto cómo el frío que entra sin aire me escarcha. Siento que, poco a poco, voy pasando de perenne a caduco, mientras me precipito desnudo al vacío de las palabras.

Bienvenida

El amor más apasionado, el odio más profundo, incluso la indiferencia más cruel, siempre empiezan con un saludo cruzado.

Después las cosas derivan, a golpe de timón o en derrota consentida, creando instantes distintos que se funden en la memoria, trazando caminos paralelos o disjuntos que se recorren o se imaginan.

También el azar interviene colocando montañas o granos, vados o verjas, cuestas y llanos. Dibuja ventanas y puertas, y las abre o las cierra para que haya corriente y se pueda pasar de una a otra. Pero lo que no permite, nunca, es que anden todas abiertas.

Yo tampoco diría «yo tampoco» si volviera el momento que no volverá. Es muy débil consuelo para mañana, cuando llegue la hora señalada —en la que siempre te veo entrar de puntillas— y vea que ya no estas asomada.

Siempre serás bienvenida a esta hora repetida, en la que parece pasar todo sin que ocurra nada. Como también esperaré siempre tu visita aquí, en donde suceden las cosas, a cualquier hora real o imaginaria. Pero, si vienes algún día, elige bien el momento. Porque, si aciertas a llegar del brazo del instante preciso, te advierto que es posible que no resultes intacta.

Porque el amor más confuso, el odio más complaciente, la ternura más brillante de la imaginación, e incluso la indiferencia menos indiferente, suelen empezar —siempre— después de que suceda un adiós.

El día después

El día después siempre aparece brillante y luminoso, suavemente contradictorio. Según la estación en que suceda, el sol apretará las tuercas del mediodía o, simplemente, se dedicará con una pincelada sutil a expandir la tibieza hasta el mismo borde de la sombra.

Resulta extraño, pues en nuestra cabeza, de repente, se refleja el estado del cielo —abierto, gris o indeciso— cuando el viento se convierte en el ruido de fondo que envuelve el transcurso de los días y el paisaje nos rebota en los ojos sosteniéndonos la mirada.

Tal vez lo de ayer —la cordura exige excusas razonables— fue una pesadilla, un mal sueño, una alucinación que no ha ocurrido nunca. Seguro que no te entendí lo que decías, que no supe explicarme bien, que aún quedan muchas cosas por las que luchar y que la luz del túnel está más cerca de lo que parecía.

¡Se ve todo tan claro, entonces! Las sombras de ayer no caben aquí y se difuminan bajo este cielo diáfano y turquesa. Da la impresión de que todas las promesas pugnan por cumplirse y no dejar deuda que saldar. Y, mientras las botellas se medio llenan, las opresiones del pecho convienen en alejarse y dejarlo libre.

Pero, en cualquier estación en la que suceda, el día después —como la felicidad, como la alegría, como el amor—, no dura nunca lo suficiente. Se acuesta antes de tiempo y sólo nos deja una vaga sensación amable, un recuerdo huidizo y borroso, la melancolía imposible de volver atrás y la impaciencia de soñar, hasta el día después siguiente, con el amor, con la alegría o con la felicidad.

¿Cuánto durará el agua en el charco?

Los pies ciudadanos apenas distinguen los resaltes del suelo. Los zapatos engullen los matices del terreno y los ojos, que siempre miran a lo lejos, no aciertan a distinguir los huecos invisibles de la tierra que sólo el agua desvela.

Nunca se nos ocurrió imaginar, allá, bajo el sudor del verano, que justo ahí, precisamente, nacería un charco. La lluvia prolongada rellenó de tintines envueltos en agua ese lugar que hasta ahora era un impensable lago minúsculo.

¿Cuánto durará el agua en el charco? Nadie sabe. Puede que dependa de la tierra en la que está sembrado, del calor que haya alrededor, de que el viento sople para secarlo o del tamaño de los pies que chapotean en él.

Puede parecer, entonces, que nada importa el hueco ni el líquido, que todo se evapora antes o después. Pero la tierra seca que antes fue charco mantendrá debajo de la piel otro tacto, otra vida. Aun cuando parezca haberse ido el agua y nadie la pueda ver, su efecto permanecerá soterrado, esperando una salida.

Yo, en este caso, me inclino a pensar que el agua durará para siempre en el charco. Sí, sí, para siempre. Porque los dos son uno sólo, una esencia continente y contenida. De tal modo que, cuando desaparezca la última gota de aquella, en ese preciso instante, éste dejará de serlo, para volverse de nuevo tierra seca engullida por ruedas y zapatos.

Nadie pudo jamás imaginarlo, ni siquiera tú, ni siquiera yo. Hay lluvias finas — ———¡que extraordinaria constancia la del agua!——— que no se entienden hasta que no se está empapado y se siente el ataque de una tos persistente que, abriendo huecos en el pecho, nos impele hacia la incredulidad de que alguien nos haya salpicado.

Hace un momento no estaba ahí, no he oído el tintín silencioso acumulándose dentro, porque no esperaba que ocurriera y andaba mirando para otro lado. Pero la pregunta es la misma… ¿Cuánto durará tu corazón en mis manos?

Yo, en este caso, me inclino a no pensar, a mantener las manos juntas y a empaparme despacio de tu lluvia y de la del azar.

Ni frío ni calor

Como una ráfaga potente que aturde un poco, como un destello breve que embota la cabeza, siento que llega la marea de las palabras. Dormido o despierto, tomando café o conduciendo, no puedo quitármelas de la cabeza. Todo lo que miro, todo lo que hago, las aumenta y las hace más potentes.

Allá donde desvié la mente están ellas, esperando, acechando como lobos para no permitirme ninguna distracción del proceso. Se presentan sin avisar y me sorprenden a cualquier hora.

No puedo retrasar el efecto, una fuerza interior me obliga a pensar con los dedos y a buscar con ansia indefinida un teclado o un papel. La tinta se abre paso con un caudal inconstante, mientras me resuenan en el interior vocablos vacíos que yo mismo relleno.

Jamás distingo si voy hacia delante o hacia atrás. Sólo sé que escribo, de costado a costado, palabras prestadas durante un instante. Alguien me las dicta, alguien que no soy yo. O si lo soy, debo reconocer que no me reconozco.

Llegan como pegotes, sin forma, y me van dejando residuos en las manos. Me manchan de mundo, a mí, que vivo en las nubes…

Lo subo todo, con cuidado para que no resbale, al torno que espera impaciente y blanco —tantas veces amigo, tantas otras adversario—, mientras intento averiguar qué mensaje me traen encriptado y de qué mundo. Descifro lo que puedo, siempre inseguro del resultado, y compongo un poco el cuadro que me sale.

Algunas veces —eso presiento— sé que te devuelvo el mensaje completo, que eras tú la voz que me dictaba en la distancia. Pero otras, no sé… Hay muchas otras veces que no me entiendes, que no te entiendo, que no puedes hacer tuyas mis palabras.

Entonces pasas de puntillas por el texto, ni frío ni calor, pensando en que puede haber otros labios escondidos. O que me afecta el otoño y me estoy volviendo cursi. Y yo me defiendo, a veces, con la máscara del humor y, a veces, trascendiendo un poco sobre un argumento fútil.

Y todo para confesarte —por si aún no te habías dado cuenta a estas alturas—, que no sé escribir como yo desearía, ni como tú quisieras. Que sólo escribo como puedo, como me sale, como yo mismo me dejo; con el único sustento razonable de que tú sí sepas leerme como quiero.

Aunque siempre arrastro esta impresión, impresa y triste, de que nunca he sabido decirte lo que te digo.

Ese tipo que dices

Si es que insistes en ir adivinándolo todo, en acercarte al espejo con el radar encendido, con los ojos detrás de la lupa extendida en busca de indicios.

No dejas de querer mirar adentro, no haces más que toquetearme las rimas y las letras para dejarlas desordenadas y patas arriba, como si, cuando te llevas el ojo, les dejaras pasar el huracán por encima.

Eso te pasa por estrujar las palabras, por hacerles cosquillas para que confiesen todos los secretos que albergan. Por intentar convencerlas, en voz alta, de que prolonguen el eco de lo que piensas.

Mira que te advertí que el peligro de que te escribieras en mis renglones, era que acabarías congeniando con mi semántica. Que me arrancarías la piel de las metáforas a jirones mientras te da por predecir lo impredecible.

Eso te pasa por leerme, por leerme así, con los ojos condescendientes y la imaginación encendida. Por leerme como costumbre y como manía. Pero lo grave no eso, que sólo es un efecto —posiblemente pasajero— no tan increíble de un cierto exceso de palabras fermentadas en el pensamiento.

No. Lo lamentable de tu descuido, lo impactante de tu desliz, no es que me inventes a tu medida como, por otra parte, yo también te invento a ti, como todos nos inventamos, unos a otros, a la más mínima ocasión. Lo peor, es que hay muchas veces, muchas, en las que quisiera parecerme, un poco, a ese tipo que dices que parece que siempre escribiera para ti.

Y añado un deseo de última hora, fugaz e incontrolado, que se me acaba de ocurrir: ¿Querrías, al menos, tú parecerte, un poco, a esa persona que digo que parece que siempre leyera para mí?

Sería fantástico que alguna vez pudiéramos ser tal y como alguien nos ha imaginado.

Autodefensa

Algunas ausencias se convierten en instantes fugaces que corren por la memoria con signo intermitente, abriéndonos de nuevo los ojos de niño que teníamos tan cerrados.

Todas las ausencias son breves, aunque hay veces que las sentimos pasar sin ruido, como un suspiro que se agota en sí mismo, como una respiración que se congela, al reino interminable de lo definitivo.

Es tan sólo un paso para el ausente, una obligación preconcebida que espera una cita nebulosamente anunciada. Una certidumbre que se aproxima mal creída, mal sentida, mal esperada.

Tan sólo un paso, un viaje diminuto hacia la vuelta de la esquina, que empieza con un estertor y acaba sin poder sentir la propia frialdad de las manos. Pero para nosotros es una larga lucha con y contra el olvido, según y sobre la tristeza, hacia y desde la nostalgia, hasta, para y por el camino de rellenar el depósito sin fondo de la vida.

Y, sin embargo, a pesar de su longitud y de su anchura, todas las ausencias son breves. Todas encuentran asiento de ventanilla por donde asomarse, todas siguen ocupando tiempo y espacio en el corazón. En todas tenemos emisario dispuesto a traer noticias y en todas hay sitio donde apostarse para disfrutar de las luces y los olores que descubrimos guardados en un rincón.

De lo enjuto de las ausencias, de lo reseco que uno se queda, el trago peor, aunque lo parece, no es la despedida. Sino la rabia, el golpe, el temblor y la ira de saber que, mañana mismo, sin haber despertado de la pesadilla, tendremos a mano la certeza de que hay muchas otras ausencias a la vista.

Pero… ¿sabes? Todas las ausencias son breves, todas se convierten en instantes que se traga el vértigo de la vida. Por eso ahora —y siempre— lo más importante, lo que no admite espera, es que me levante, que te levantes conmigo, y que sigamos, entre ausencias, defendiendo la alegría.

Presentimiento

Lo he notado enseguida. He reconocido el ruido impactante que hacen los hilos al romperse, la explosión minúscula que sucede después, el vacío apagado que queda detrás.

Un estruendo de caracolas cayendo por las escaleras, una fuga de palabras atropellándose en las tardes de noviembre que no volverán. Un desasosiego profundo de sirenas varadas en tierra, un espacio abierto que no se puede cerrar porque no tiene fondo ni forma ni energía.

Ha sido un presentimiento, un instante de esos en los que todo aparece claro, como cuando los secretos dejan de ser lo que son para transformarse en espuma. Ha sido un temblor de la existencia sacudiendo el nudo que se deshace cuando chocan en el interior de un instante un siempre y un nunca.

Se ha roto la noche en dos, en dos partes desiguales, en dos trozos tan cercanos como distantes, que se unen y se separan en los bordes redondos y sutiles de la luna.

Siempre y nunca son palabras terribles que deshacen en mentira las verdades del corazón. Pero es cierto, puedo jurar que he sentido —como nunca—, que la noche se rompía —para siempre— en dos. Tú y yo.

¡Qué vértigo de brumas, qué espejismo de alfileres, qué tristeza tan absoluta he notado al pensar que, de todo lo que —nunca— fuimos, ni siquiera las palabras —siempre— quedarán!

Ahora que llueve

Andaba esta tarde pensando en hablar de la lluvia, del paisaje que se destiñe en ella, de la acuarela en que se licua la noche sobre los cristales de luces de la ventana.

Andaba buscando el espacio oportuno para colocar las letras en su sitio, aun a sabiendas de que, al leerlas, me las moverías de un lado para otro, agitando su contenido para mirar en el fondo y encontrarles otro sentido.

Para hacerlas tuyas o, tal vez, para devolvérmelas luego envueltas en un solo gesto sobreentendido. Para transformar su semántica en sintaxis, sublimar el contenido y usarlas como nexo entre sintagmas de complementos distintos.

Pensaba muy seriamente, esta tarde, en hablar de la lluvia, del otoño recién caído de hojas, del pésimo estado de ánimo del cielo y de algunas otras cosas cursis y melancólicas.

Aunque me he dado cuenta a tiempo de que, ahora que llueve, ya no tiene sentido hablar de la lluvia, que es mejor verla caer, mojarse con ella y dejar para la memoria el recuento de todo lo llovido y el espejismo de lo que queda por llover.

Así que tendré que inventar otra cosa con la que rellenar este instante, en el que sólo me apetece acurrucarme contra el sofá, sin mirar a ninguna parte, y dejar que se me pasen las letras mientras noto, desde la ventana, con qué extraña mansedumbre aparecen, tan plácidas, estas noches en las que me llueves.

Sin noticias del azar

El frío que avanza sobre el patio va dejando hirsutas las baldosas, que bailan en las luces y las sombras de una tarde desconocida.

He visto entre la hojarasca el tránsito pesado de una tarde solitaria, que se arremolina en este vacío interior que algunas veces confundo conmigo mismo.

Sin presagios, sin señales que seguir, todo hace pensar que ésta es otra travesía sin mar, sin camino, sin otro final que encontrarse siempre en aquel angosto precipicio desde el que no cabe más que mirar a lo lejos o volver la vista atrás.

Sin noticias del azar y con los pies helados, la ternura no puede abrirse paso en este vaivén de aire sin respirar que me mantiene aletargado, ausente, entumecido entre los dobleces de una espiral que no cesa en su giro.

El paisaje sólo empieza a moverse cuando más quieto parezco, cuanto más pienso en lo tácito, en lo envolvente y en el modo tan implícito con el que me dejo llevar por este frío, por estas ganas de tiritar, que no sé si avanzan o retroceden.

No puedo pensar bien cuando tengo los riñones alterados, ni cuando tengo helados los pies. Por eso no encuentro la manera de decir que, este frío, que avanza sobre el patio de una tarde desconocida, parece estar buscándome a mí.

Y, con los dedos fríos, tampoco consigo saber cómo esconderme, ni me atrevo a adivinar en quién.

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