¿Notas este frío de invierno en el dibujo con que el vaho se me escapa, en la piel que me estremece sobre un minúsculo movimiento?
Pensé que, al menos de este otoño, podría salir ileso. Aun sabiendo que ya amarilleo, que me voy cayendo a pedazos al suelo y que un viento imparable me barrerá de todas las memorias que me importan.
Hace tiempo que me escurro, que pierdo el pie de este equilibrio equivocado cuando se mueven las ramas. Que el cielo se queda cada vez más sombrío y que, cuando parece despejarse un poco, sólo es espejismo que rola hasta ennegrecerlo del todo.
Es dura la caída, por más que la endulcen los recuerdos que me tienen cosido a la rama. Por más que me digo que tengo el suelo mullido y que el golpe no será nada, tengo miedo del descenso a pulmón libre, de la angustia del aire en la cara, del vértigo inaguantable de sostener tu invisible mirada sobre mis hombros.
Temo soltarme de la rama, no por la herida del pedúnculo arrancado de cuajo, ni porque me pisen los cascos de los caballos después; sino porque no habrá primaveras suficientes para que pueda auparme otra vez al árbol.
¡Cuánto he corrido para llegar al final, qué loca carrera de savia! Algún jardinero compasivo me amontonará por la mañana y, al prenderme, me devolverá hasta el último humo que puedo venderte, para que perdones mi locura evidente con tu cordura perdonada.
¿De verdad que no notas este frío salvaje, este acero penetrando en la carne, este concierto de alfileres que está esperando colarse por alguna rendija de la ventana?
Pensé que, al menos de este otoño, podría salir ileso. Pero me has dejado abierta una ventana en el corazón y noto cómo el frío que entra sin aire me escarcha. Siento que, poco a poco, voy pasando de perenne a caduco, mientras me precipito desnudo al vacío de las palabras.
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