El frío que avanza sobre el patio va dejando hirsutas las baldosas, que bailan en las luces y las sombras de una tarde desconocida.

He visto entre la hojarasca el tránsito pesado de una tarde solitaria, que se arremolina en este vacío interior que algunas veces confundo conmigo mismo.

Sin presagios, sin señales que seguir, todo hace pensar que ésta es otra travesía sin mar, sin camino, sin otro final que encontrarse siempre en aquel angosto precipicio desde el que no cabe más que mirar a lo lejos o volver la vista atrás.

Sin noticias del azar y con los pies helados, la ternura no puede abrirse paso en este vaivén de aire sin respirar que me mantiene aletargado, ausente, entumecido entre los dobleces de una espiral que no cesa en su giro.

El paisaje sólo empieza a moverse cuando más quieto parezco, cuanto más pienso en lo tácito, en lo envolvente y en el modo tan implícito con el que me dejo llevar por este frío, por estas ganas de tiritar, que no sé si avanzan o retroceden.

No puedo pensar bien cuando tengo los riñones alterados, ni cuando tengo helados los pies. Por eso no encuentro la manera de decir que, este frío, que avanza sobre el patio de una tarde desconocida, parece estar buscándome a mí.

Y, con los dedos fríos, tampoco consigo saber cómo esconderme, ni me atrevo a adivinar en quién.