Si es que insistes en ir adivinándolo todo, en acercarte al espejo con el radar encendido, con los ojos detrás de la lupa extendida en busca de indicios.
No dejas de querer mirar adentro, no haces más que toquetearme las rimas y las letras para dejarlas desordenadas y patas arriba, como si, cuando te llevas el ojo, les dejaras pasar el huracán por encima.
Eso te pasa por estrujar las palabras, por hacerles cosquillas para que confiesen todos los secretos que albergan. Por intentar convencerlas, en voz alta, de que prolonguen el eco de lo que piensas.
Mira que te advertí que el peligro de que te escribieras en mis renglones, era que acabarías congeniando con mi semántica. Que me arrancarías la piel de las metáforas a jirones mientras te da por predecir lo impredecible.
Eso te pasa por leerme, por leerme así, con los ojos condescendientes y la imaginación encendida. Por leerme como costumbre y como manía. Pero lo grave no eso, que sólo es un efecto posiblemente pasajero no tan increíble de un cierto exceso de palabras fermentadas en el pensamiento.
No. Lo lamentable de tu descuido, lo impactante de tu desliz, no es que me inventes a tu medida como, por otra parte, yo también te invento a ti, como todos nos inventamos, unos a otros, a la más mínima ocasión. Lo peor, es que hay muchas veces, muchas, en las que quisiera parecerme, un poco, a ese tipo que dices que parece que siempre escribiera para ti.
Y añado un deseo de última hora, fugaz e incontrolado, que se me acaba de ocurrir: ¿Querrías, al menos, tú parecerte, un poco, a esa persona que digo que parece que siempre leyera para mí?
Sería fantástico que alguna vez pudiéramos ser tal y como alguien nos ha imaginado.
Deja una respuesta