No se cuentan las palabras cuando salen a borbotones, como en un manantial que se derrama por los labios y se esparce en el frío intenso del invierno. Como en un camino de letras indecisas, desgranado en el aire en busca de acertar en el fondo de mil corazones.
Te hablo con mi música sin instrumentos, que avanza solitaria para encontrar ritmos interiores en el otro lado del espejo. Con tirones de nostalgia y de ternura que invaden el blanco de las ventanas y lo visten de emociones descritas con tinta invisible.
Mis palabras siempre son llamadas. Invocaciones esmaltadas con la textura de besos recogidos en sueños que tuve cuando era niño. Citas a ciegas que se adhieren a las paredes de este mundo sin sentidos, esperando capturar los ojos escondidos que sobrevuelan los renglones.
No se cuentan las palabras que al salir de mis dedos se convierten en un carruaje que me lleva a recorrer tus países imaginarios. Y dibujan señales y letreros apuntándome al corazón, con el deseo de ganarle la partida al azar que lleva las manos puestas en el volante: para hacerte regresar al punto de partida y volver a sentirte cerca. O al menos, para avivar complicidades erosionadas por el viento.
Te envío una invitación frágil, que se mece en este espacio sin tiempo deseando ser aceptada. Una canción muda escrita en clave de luna sostenida y ausente. Un torrente de morfemas que se escurre, por las pantallas abajo, dejando regueros de silencio que señalan el camino de vuelta antes de hundirse en el mar del olvido.
No se cuentan las palabras que nos unen. No se cuentan las palabras que cuentan lo que sentimos. No se cuentan las palabras que se quedan grabadas en la memoria y escapan del olvido. No se cuentan las palabras que atraviesan los destinos.
Ten en cuenta mis palabras. Yo sé por qué lo digo.