Esta noche, la luna ha abierto un claro entre las nubes para asomarse a mi interior. La canción gris y monótona del cielo ha venido dejando regueros vacíos de sombras, que alumbrados con blancura redonda, brillan ahora sobre el paisaje. Nada nuevo sobre los tejados ni detrás del vaho de los cristales.

El mundo se encoge debajo del paraguas y el horizonte se marcha de vacaciones, dejando una luz mortecina y ensimismada sobre el hueco que, hace un instante, ocupaba la gran montaña. Sonido de agua reventada por el caucho y repelida por los brazos incansables de los apartadores de gotas. Milagro cotidiano de galaxias minúsculas y transparentes, que permanecen ancladas sobre el metálico plano inclinado al viento de las máquinas de devorar el tiempo a cuatro ruedas.

Nada especial se adivina en las luces rectangulares y amarillas que decoran el paisaje de cemento. La gente anda deprisa y esconde la cabeza entre los hombros, que soportan la ropa apresurada del armario, como si así pudieran escapar indemnes del prodigioso agua cenital. Minúsculas hormigas, que se refugian en latas de colores con ventanales encendidos, en los que también viajan la tristeza y la prisa de llegar a no se sabe donde.

Me gustaría, en este instante mudo, tener abrazos lentos que me apartaran de la ventana y me guiasen hasta un país de corazones abiertos de par en par, con ojos que miran ojos, sueños que miran sueños y recuerdos conmovidos pululando por todas partes. Nada nuevo sobre mis mejillas. Nada extraño en la oscuridad.

Como ves, nada nuevo que decirte, Luna. Nada que añadir a lo que siempre ocurre cuando me visitas. He vuelto a estar en tus manos frías. Ahora, por favor, déjame llover tranquilo. En el mar que esta noche necesito, no puedo nadar contigo.