Yo era feliz. Tenía un marido cariñoso que me dejaba hacer cuanto me apetecía en la corte. También tenía una hijastra muy hermosa, que nunca se opuso a nuestra relación, ni jamás me dio el más mínimo problema.
Era la voz del espejo la que dislocaba mis sentimientos. Maldigo la hora en que lo descubrí en aquella habitación antigua de palacio. Me pareció bonito y tenía las dimensiones adecuadas para colocarlo en mi vestidor. Lo desempolvé ilusionada, sin tener ni la más remota idea de los problemas que me iba a causar.
Me sorprendió aquella voz profunda que resonaba en mi cabeza la primera vez que me miré en él. Creí que eran imaginaciones mías, pero no. Cuando quise darme cuenta, apenas si podía dejar de mirarme y de mirarlo. Me atrapó como a una mosca despistada que entra en una botella. Su voz me transportaba a no sé qué paraíso del que no podía ni quería salir. Cuando murió mi marido y yo hube de hacerme cargo de todos los asuntos del reino, los despachaba con rapidez y torpeza porque deseaba volver a mirarme en su misterio y no dejar de oír en mi cabeza su dulce música.
Pero ella se dio cuenta de lo que me pasaba. Entraba en mi vestidor y observaba como yo permanecía absorta en la luna que reflejaba mi imagen oscurecida. Me llamaba, me movía, intentando apartarme de aquel espejo que me había convertido en una figura lánguida y mortecina a fuerza de no dejar que me viese el sol.
El espejo sintió el peligro y envenenó mi mente. Me trajo pensamientos horribles que convertían a aquella criatura nívea y celestial, en una bestia horripilante que me hacía estremecer. Mi propio enfado ante sus intromisiones, manejado por mano diabólica, me condujo a una furia intensa, imperiosa, insoportable.
Lloré amargamente en la soledad de mi despacho, cuando se fue aquel siervo cejijunto y desalmado que me enseñó un corazón desangrado en una cajita de madera. Fue como despertar del sueño para caer en una pesadilla. Pero no hubo tiempo para los remordimientos, cuando el espejo me hizo saber que ella aún seguía con vida y me insufló esa rabia incontenible que me llevó al borde de la locura.
No sabía lo que hacía. Tomé la manzana envenenada y caminé hacia el bosque como sonámbula, con la mente adormecida y el corazón estrujado de ira. No recuerdo que le dije al encontrarla, ni tampoco me explico cómo no me reconoció enseguida. Cuando crujió la fruta en sus dientes y ella cayó al suelo desvanecida, un temblor irremediable me sacudió con violencia y no pude pensar en otra cosa que no fuese huir. Corrí sin rumbo, sin descanso, sin sentido.
Llegué a palacio con el corazón latiéndome en las sienes y no encontraba suficiente aire para respirar. Subí al vestidor y busqué la paz en la luna del espejo. Su voz me reconfortó y me quedé absorta en su brillo hasta que un enjambre de manos de la muchedumbre desquiciada y vengativa, me arrancó de su lado y me sumergió en este infierno de tristeza y remordimiento.
Quiero avisarte, a ti que me estas leyendo, desde esta celda sin espejo. Es lo único que se me ocurre hacer para redimirme de mi tragedia. Desconfía de todo aquello que te aleja de la realidad, de las voces sin conciencia, del veneno agradable de los paraísos brillantes. Porque no fueron el odio ni la soberbia los que envenenaron mi mente. Quién pudrió mi corazón fue el espejo, fue el espejo, ¡fue el espejo!…