Decir adiós es como pensar que nunca habrá retorno. Que se deja de creer en que los lazos aguanten los embates del olvido y del azar. Que se extingue la llama que ilumina los ojos que te miran, para perderse por los entresijos de la memoria.

Decir adiós es perdonar a quien te olvida. Apartarse a un lado del camino y dejar que corra, vuele, el espacio que nos separa. Tener la certeza de que no habrá suficientes encrucijadas para el regreso, al tiempo que hay espaldas confundiéndose con el horizonte.

Decir adiós es el final que se pregunta por su principio. Resignarse a borrar una estela que nunca trazó nuestra misma dirección. Disolver besos que uno tenía a punto de madurar en la huerta de los corazones.

No hablo de esa despedida que sonríe ilusionada esperando una nueva casualidad. No es como un hasta luego suave que reconforta en la distancia y que ancla a las personas en lugares acogedores del sueño y el duermevela. Tampoco deja abierta la puerta del hasta la vista ni muestra la sonrisa de un nos veremos conciliador y esperanzado.

Decir adiós es acabar perdiendo la batalla. Un viento frío que apaga todas las velas que dejamos encendidas en la ventana. Ausencia definitiva que deja herida incurable. Un naufragio sordo que se hunde en las profundidades.

Decir adiós es dejar de vivir, y morir un poco. Por eso no quisiera decir nunca adiós, ni siquiera pensarlo. Me duele a chorros arrancarme los hilos y no tengo sangre fría para mirar como se transforman en polvo.

Pero ayer pintaste otra vez de rojo la barrera que nos separa y levantaste un muro más alto que el anterior que derribamos. Entonces supe, no sé, un estremecimiento, un temblor extraño, un terremoto de hielo, que nunca más volveremos a saltarlo, que ya no habrá más primaveras en el jardín.

Como puedes ver, no es que exagere; sino que he empezado a decirte… adiós.