Hay abrazos que tienen el sonido estridente del hielo al fundirse. O el rumor sordo de corazones en diástole sostenida. Un vuelo corto rasante, de pájaros que abren las alas buscando el abrigo de una certidumbre cercana.

Hay abrazos fugaces que duran para siempre en la memoria imborrable de la piel. Y dejan marcadas huellas transparentes en todos los poros que el destino nos lanza y una armadura resistente a las tristezas nos envuelve, dejando sólo el resquicio imprescindible para echar de menos los brazos que nos rodearon.

Se hace imposible olvidar el pecho que nos albergó, el aire exhalado que nos rozó el rostro como caricia súbita y deliciosa. Sentirse traspasado por otros brazos, es la llave que abre la puerta del universo y nos permite desenredar la soledad que transportamos a cuestas.

Un abrazo es una trampa dulce que deja secuelas imperecederas. Un vacío extenso, un tatuaje transparente. Una sensación absurda de corpiño, chaleco y bufanda. Clausurar los ojos a la luz para intentar, en vano, detener el tiempo en el momento en que el mundo se hace de nuestra medida.

Viento fue tu cintura sobre el pájaro de mis manos. Olas de tu pecho enredando la marea y ruido de caracolas atronando en el silencio. El hilo que nos unía se llenó de nudos marineros y tensó las lágrimas impacientes de un adiós que señalaba, perpendicular y sofocante, los hombros sutiles del espejo.

Hay abrazos, tú lo sabes, que no deberían acabarse nunca.