Cuando no encuentro las caras que necesito, me siento perdido. Un cosquilleo inoportuno en el pecho que me impide respirar a fondo los minutos por los que transito. Me retumban voces lejanas en los oídos y me encojo en el sofá para escapar del mundo haciéndome el dormido.
Siento que las cartas están echadas, que no hay vuelta atrás en la partida. Que se acerca el final de alguna historia y el público empieza a abandonar la sala dejándome sólo, malherido, librando la última batalla.
No me importa la derrota silenciosa, ni el abandono, ni el desengaño. El tiempo me empuja hacia el instante siguiente y un vértigo imperioso me alienta para no salirme del camino. Lo que me asusta es el olvido, el que borra los rastros, el que transforma en recto lo que estuvo torcido. El agua de lluvia que moja la acuarela de una tarde de frío, deshaciéndola en un barro de colores tan rotos como vacíos.
Tampoco temo al dolor de las heridas que quedan escociendo en el insomnio inacabable de la vida. Ni a la mentira. Ni al laberinto de sal que se escapa de los ojos, ni a la verdad. Ni al desamparo de la espera inútil, confiada en lo inesperado de algún regreso.
Lo que me hiere sin fin, lo que se instala en mi pecho y me aleja de ti, lo que nunca jamás he sabido soportar, es el zarpazo profundo y ancho de la soledad. Me acurruca en un rincón desconsolado, me aturde la respiración, me entrecorta los besos y la paz, alejándome de repente.
Y me atrapan para siempre, con su voz sonámbula y ausente, los desequilibrios contrarios de la suerte.