Una colección de instantes

enero2025 (Página 2 de 4)

Volverse

Te has vuelto de humo, criatura prodigiosa, te has vuelto intocable. Flotas a mi alrededor, como jirones de gloria, rellenando las pompas del aire que no puedo palpar. Hebras de vida ondulada que suben hasta las nubes bailando al compás de la brisa. Meces tu risa entre las manos que te buscan y, con un solo movimiento de viento, vienes, resbalas, besas y te vas.

Te has vuelto juguete del aire, vestida de espuma de mar. Te has vuelto fragancia, aroma, que entra, que sale del pecho y no me deja respirar sin haberme recordado un beso, sin haberme recordado un final.

Te has vuelto niebla. Te has vuelto sombra. Te has vuelto, sin mirarme, y te has vuelto a marchar.

Me has vuelto transparente. Como cuando se quiere olvidar.

Gatos

Maullando soledades, avanza con cautela el gato sobre la verja del patio que da a la calle. Lo mueve el instinto, un perfume escondido que nadie más puede apreciar, y lo atrae hasta las baldosas que, ignorantes del futuro, están vacías, de momento.

Más tarde, pero no mucho más, otro felino, de porte claro y mirada aguda, emerge de las sombras que la luna precipita sobre la enredadera de flores amarillas que nunca recuerdo cómo se llama. Animal sigiloso, sin embargo, se une, con el otro gato, al concierto de llantos de niño que surte la noche de magia y estridencia.

De debajo de la mesa verde —debía estar desde el principio, pero yo no la había visto, camuflada entre las patas— sale estirazándose una gata pequeña y rayada de pelo oscuro y orejas graciosas. Se contonea un trecho por el patio, moviendo el cuerpo con la elegancia de la certeza de saber que hay cuatro ojos que no la pierden de vista ni un instante.

Se reúnen, agazapados los tres, como dirimiendo una compleja partida de póquer que requiere esconder bien las cartas, equilibrar los nervios y estudiar las opciones. No tengo ángulo para ver bien lo que pasa desde la ventana y estoy cansado de estar de pie. Así que, aún a riesgo de estropear el cortejo, me bajo al patio con disimulo y me siento en el penúltimo peldaño de la escalera.

No se han dado cuenta de mi presencia porque el fragor de la batalla ha comenzado. Gemidos embutidos en risas feroces enturbian la noche mientras los relámpagos de las garras hacen amago de movimientos casi imperceptibles para mis ojos, aún ya habituados a la poca luz.

Unos revolcones después, y sin más desperfecto aparente que la humillación de la derrota, el gato más claro huye del patio por la escalera y me tengo que apartar de su camino para no quemarme con las chispas de furia que relucen en sus ojos verticales.

La gatita se resiste y juguetea, atiende e ignora los esfuerzos del ganador, hasta que éste consigue ganar su espalda y sujetarla por el cuello con los dientes. Entonces, bueno, ya se sabe, la naturaleza actúa con energía y se apagan pronto todos los ruidos de los vaivenes. Decido terminar mi desvelo y subo a la casa, no sin antes reconocer en el camino de vuelta, los ojos del perdedor apostados aún en la verja.

La noche siguiente —¡qué corto es el amor y qué largo el insomnio!—, empieza del mismo modo pero no termina de la misma manera. Dura el concierto de los gatos la noche entera —al menos hasta que me acosté— sin que la gata aparezca. Se pasa el tiempo muy despacio y me quedo un poco decepcionado, con la mente trabajando en el asunto. Tanto, que aún me pregunto si es que los gatos no saben de despedidas.

Así son las hormonas y así es la vida. ¡Tanto esfuerzo! ¡Tanta energía! Millones de años de evolución —y cinco de Biología—, para descubrir, en un rato, la verdad del aquí te pillo y aquí te mato.

Y aquí estoy —y aquí estamos—, como el gato, maullando soledad. Aunque, si nos paramos a pensar, quizá no sea para tanto.

Caja de música

Llevo escondida en mi yo más interior, una caja de música, como aquellas antiguas de madera pulida que, al abrirse, dejaban escapar los pasos inquietos de una bailarina. Silbidos atravesándome las esquinas, que, esta noche, se han abierto para ti sobre el creciente de la luna; pero no me preguntes cómo ni hasta cuando, porque yo no entiendo de cerraduras.

Primero brotó un tintineo, una risa de agua trenzándose en hilos, de un niño que mira embobado las maniobras marineras de las hojas y las flores. Más tarde, escuché un repique de abalorios desvestidos entre temblores, que dieron paso al chasquido redondo de ojos entornados, vencedores de todos los sueños, esperando recibir el timbre de mis manos.

Seguro que puedes oír cómo suena ahora, en este momento, el estruendo de los besos que no di. Que se mezcla con alborotos de piel desnuda, con escándalos jadeados bajo la luna y con el cascabeleo de aquellas bocas, tan lejanas, confundiéndose en besos de uno en uno y estrellándolos contra la madrugada.

Si prestas atención, distinguirás también el sonsonete de esa sonrisa que taladra desde una cuna, mientras la duerme una canción y me repica el corazón por la aorta abajo. Y el fragor de unos primeros pasos y campaneos de risa y monotonía de llantos. Y tañendo mi vida, desde el ras del suelo, la resonancia infinita de las sílabas más simples en los labios más tiernos.

Acércate un poco más, que ha empezado el bullicio de murmullos cruzados entre los labios que bebieron mi nombre y los nombres que emborracharon mis labios. El rumor de cascada que el agua del ayer me dejó en el alfeizar de la ventana. La algarabía de caricias, improvisadas en aquel abrazo. El sonsonete infantil de mis dedos cuando juegan con los dedos de otras manos…

¡Quién sabe! Ahora que ya la has abierto para sacar, podría ser, —no tiene tanto de locura—, que en esta caja que no se abre con clave de sol sino con llave de luna, puedas encontrar la ocasión, si lo decide el azar, para meter en ella tu voz y dejar que me acompañe su música.

Verde

Hay azules que se descuelgan, desde el sendero de los sentidos, sobre el agua limpia de las voces de niño. Sobre el techo de los montes que tiñen el horizonte de ecos lejanos, trastornados de rojo y negro cuando se acerca el ocaso.

Hay azules en la plata del mar encerrada en las conchas que la arena conforta y también hay azul en el vuelo liviano que soporta el aire entre los pájaros.

El blanco, sin embargo, abre las puertas del infinito, hiere los ojos de luz, limpia el camino de barro. Se derrama sobre el frío estrellado que resbala de los inviernos y se posa, en las ramas más altas de los árboles de dos manos, para recordar el tiempo descolorido que nos ha ido traspasando.

Del amarillo sale el fuego, a veces rojo, que escancia la vida y la sirve en platos redondos de certeza. Es el futuro que empieza, alumbrando el presente, escondiendo los sueños con un manto invisible. Calor que mueve la maquinaria del tiempo, desliando, poco a poco, el nudo imposible que cabe a lo largo de un siempre.

Pero, el verde… ¡ay, el verde! El verde se ha fugado con el negro de las noches y el rosa de las tardes. Se ha escondido bajo el sepia de los recuerdos y el cobalto de los achaques que pueblan la vida y la dejan en ascuas de rojo. Estaba en tus ojos y se ha tapado con gris. Se oculta en amarillos de agosto, en marrones sin luz, en los ocres del fondo y en las rayas de marfil.

Yo sólo te quiero verde, como el poeta paisano, porque verde me hiciste sentir. Pero mi verde se aleja cansado y se fuga de mí y no puedo pararlo cuando se vierte, y me pierde, sobre el ayer que pintó de verde —verde intenso, inmenso verde—, todos los meses de abril.

¡Ay de mi pobre verde! No puedes ser más transparente, ni dolerme más fuerte que al escribir que todas tus risas me sonaban a verde y me duraron un jazmín.

Dragones y princesas

Vomitaba el dragón alientos de fuego con los ojos encendidos y el corazón en carne viva. La niña pequeña estaba perdida, asustada, y se agitaba intranquila hasta que gritó con todas sus fuerzas en un idioma irreconocible, con tanta gana, con tanto sentimiento, que a punto estuvo de romperse este cuento.

Abrió los ojos sollozando a la noche. Apareció su madre como una sombra, siempre dulce sombra la de las madres, y se sentó a su lado sobre la cama:

——¡No te preocupes! Estoy contigo. Es culpa del abuelo y ese empeño que tiene de contarte unos cuentos muy feos.

——Mamá, he pasado mucho miedo. Ese monstruo me amenazaba y yo… —comenzó a sollozar— yo… sólo podía tener miedo.

——¡Calma, corazón, cielo mío! Sólo ha sido una pesadilla, no debes temer más. Recuerda siempre que los humanos, sólo existen en la realidad.

Al otro lado de la existencia, donde la vida tiene una capa más delgada, con su voz afectuosa consolaba otra madre, otra sombra, a una niña pequeña, endulzándole el miedo de pesadilla con una explicación viceversa.

Y yo, que no vivo ni en un lado ni en otro, sino más bien en las afueras, he traído para ti este cuento tan corto de dragones y princesas, que encierra dentro una verdad: Que cuando el miedo nos llena… no nos cabe nada más.

Insomnio

Los besos que no te pude devolver, me quitaron el sueño y trajeron el insomnio. Deambulé toda la noche por la casa, como un fantasma sin rumbo que atraviesa la madrugada con sus movimientos torpes y pastosos, aplastado por la lentitud de las horas y el vértigo de los pensamientos.

La cama se deshizo en muecas acolchadas que giraban en la estancia al mismo ritmo que mi angustia. Me desesperaba el más mínimo ruido, la más leve claridad me abría los ojos de par en par. Tan pronto tenía calor y enseñaba mi piel al mortecino espacio de la noche encerrada en la alcoba, como sentía un escalofrío que me erizaba el silencio y pedía a las sábanas el favor de un abrazo que confortara mi sombra.

Giré catorce veces, una más que la luna, y catorce veces varió mi centro de gravedad. Catorce veces apagué y encendí aparatos, me eché sobre la cama y me volví a levantar. Empecé catorce historias que no quisieron venir conmigo al desvelo y las tuve que abandonar —abandono, ¡qué triste palabra!— sin conservar de ellas ni un adjetivo de consuelo ni un verbo de soledad.

Me invadió la claridad del día cuando el agua templada, que empezó a correr por la cabeza, despejó las sombras de la noche en mi conciencia. Y con ella el castigo empezó el camino del final, mandándome al mundo con unas horas más de vida inquieta en el entrecejo y unas menos de sueño que los demás.

Entiéndeme bien, no me estoy quejando. Este insomnio es viejo compañero de viaje y a él le debo mucho más que las ojeras. Me permite ver el arco que dibuja la luna sobre la bóveda de la noche de estrellas, me empuja a revivir instantes y atraparlos en palabras. Me abre una ventana al mundo hecha de plasma y pueden en ella recorrer más distancia mis pupilas y mis labios. Me deja crear mi propio abecedario de sueños, retales que la vida me ofrece como consuelo, con los ojos constantemente abiertos, para hacerme creer que es la realidad quien llama a mi puerta. Y cuando llega el día, los puedo mantener indemnes y alerta, sin tener que despertar.

Luego llega de nuevo la noche abierta y la neblina me alcanza con su hecatombe, con su corcho en los sentidos, con los bostezos de reloj mal avenido, con los párpados en imparable rebote. Subo a la habitación con un hilo de conciencia que se ovilla por las escaleras, con una pizca de voluntad sumisa y enredada. Me echo en la cama y, mientras me abandono, noto tus besos que me quitan los alfileres de los ojos para cerrármelos al sueño sobre la almohada. Y cuando aún siento el roce de tus labios, con el corazón aletargado, te me vuelves a perder y entonces comprendo, una noche más, que esta noche tampoco te los podré devolver.

Y espero despierto a que vengas, hermano insomnio, porque el sueño que me quitas, ocupa mucho menos espacio que el que me das. Es justo. Esta noche también acepto el trato. Estamos en paz.

Jueves

No empezó bien el jueves, perdiendo el tiempo y malgastando vida. No esperaba que nadie me regalara buenas noticias, aunque tampoco temía que las hubiese malas. Parecía un día de esos anodinos, en que el mundo tiene previsto dar su vuelta habitual para volver a dejarlo todo en el mismo sitio. Una parada biológica del azar, una latencia del destino, un episodio tranquilo de falta de vivacidad.

La sustancia de la que están rellenos esos días se agolpaba bulliciosa, pero en ordenado engranaje, formando esa lista que se convierte, al mismo tiempo casi siempre, en ayudante y verdugo de la vida. Un mapa de asuntos que nos guía para poder malgastar a tiempo los nervios, el humor, las fuerzas y la gasolina. El despilfarro engreído de lo urgente, que le gana a lo importante cada vez que jugamos una partida.

Así que, sin esperar nada nuevo, sin ninguna conjunción de planetas a la vista, el día fue deshilando en el reloj el baile de las manecillas. Unos asuntos resueltos, otros pendientes para la siguiente lista, un café, unas llamadas, cambios de orden, nuevos encargos… en fin, la vida pasando como sin gana.

Además, yo también me sentía raro, porque junio me deja siempre un regusto agridulce de fin de trayecto. Una melancolía suave de ciclos que terminan, de pasados que se encarpetan y se guardan en los estantes de la memoria, junto al pum-pum inquietante de las despedidas.

Se me frena la vida sobre los últimos días interminables, que avanzan olvidando mayo y añorando abril, y me doy cuenta, que se me ha perdido la primavera sin hacer ruido y que todos los planes que espero de la suerte, se me deshacen allí, a la altura de septiembre. El verano adorna con sol y siesta la cara que nos muestra, pero nos esconde siempre su levedad, su futuro en estado de espera, su fecha improrrogable de caducidad.

Pero esto que llamamos vida —si es que lo es, y no es sólo vigilia— te asalta de repente y te pilla desprevenido. Lo mismo te muerde con saña y te deja malherido que, sin aviso y sin consuelo, te rompe un espejo, te clava un cristal y pone tu nombre a temblar en la mesa de un «experto», mientras baila embobada tu bola en el bombo redondo de la tómbola del azar. Y temes que lo peor está por ocurrir.

Y, sin embargo, ¡quién lo iba a decir!, se despertó coqueta por la tarde la máquina de la suerte, se deslió la vida un rato y cruzamos nuestros trayectos en la puerta del supermercado. Tú, te vestiste de flor y me regalaste un libro. Yo, que sólo pude compensarte con prisa, me puse al oído tu caracola de risas y le agradecí a la vuelta de aquella esquina que me guardara a tu lado un espacio para mí.

A veces, la vida, me besa en la boca y me hace sentir que tengo tiempo, que no estoy perdido, que mis manos dan buena sombra. Que en algún rincón del paraíso alguien se pone mi nombre en los labios para sonreír. Que la suerte, caprichosa, camina a mi paso, reposa su brazo en mi hombro y me ayuda a decidir.

Me voy ahora, me tengo que ir, pero no me voy del todo. Y no me despido porque, de los mil que parece que soy, hay dos que se quedan contigo. Uno se queda contigo aquí, donde la tinta amordaza al silencio y mi eco resuena a lo lejos en el hueco invisible que dejo. Y allí el otro, en las estrellas pequeñas que me miran de cerca desde tus ojos.

Cuando regrese de caminar por la arena y del azul del mar sólo me quede un estado de ánimo, seguiré pestañeando en este blog. Para volver al pedacito amueblado que me tienes reservado en las afueras del corazón.

Pinceles

Cuatro es el número que dibujas sobre la superficie blanca del mediodía. Con las ventanas a media asta, reteniendo el calor a duras penas e invitando a la brisa a pasear como por su casa, la luz dorada que entra en el cuarto ilumina tus sueños y mi desvelo.

Colorean las uñas tus pies descalzos, como una paleta sensible esperando pluma que la cosquillee sobre el lienzo de las sábanas. La cadera domina sobre los hombros en una pendiente suave y serena. Tu pecho se cobija a la sombra del pliegue con que el brazo sujeta tu cabeza inmóvil, sonriente, tranquila. No sé qué sueño hermoso te acompaña ni quién andará en él contigo, pero bendigo la paz con la que te trasparenta en mis ojos.

Alguna inquietud te revuelve —espero que no sea culpa mía— y te das la vuelta. Me siento en la cama para ver la cruz que forman tus piernas con el pliegue de las rodillas, señalándome el camino ardoroso de las fantasías. Mis ojos se desdibujan por el arco de tus caderas deteniéndose en la cintura, aún estrecha, que invita a recorrerla para cerrar todas las dudas. La fosa profunda de tu columna se traza recta sobre la cama, agitándose livianamente en cada una de tus respiraciones cautelosas y mágicas.

Me siento a tu lado, tentado de caminar con mis dedos por el paisaje terso de tu cuerpo con esta media luz medio dormida. Pero las risas de niños jugando en la habitación contigua, tal vez un juego de cartas, me detienen invocando una costumbre triste y largamente aprendida.

Aún así, cuando el ruido cesa —o será que entonces el hervor de la sangre me tapa los oídos—, resbalo mi dedo por tu brazo con la respiración contenida, indeciso, sin estar seguro de lo que hago. Sonríes al notarlo y esperas que llegue mi mano a la altura de tus labios para besarla y hacer que me estremezca un instante que dura un siglo.

Se nos desata la vista y se reverdece el tacto. El olfato se queda con gusto a besar sin medida por todo el espacio. Empezamos el baile con la música de las palabras que se llenan de oído. Y ahora, nos toca ser los pinceles retorcidos con los que el deseo dibuja el paisaje más hermoso sobre el lienzo de los cinco sentidos.

Naipes

Con tan sólo cincuenta y dos cartas, tal vez cuarenta, urde el azar el juego de la vida. Se entremezclan, se cruzan, se reparten y uno se descubre abocado a meditar el discurso que envían las circunstancias. Cincuenta y dos hojas, una por semana, en un mismo libro que siempre es diferente, siempre desconocido, aún cuando lo compongan las mismas perpetuas palabras.

Me gustan los naipes con sus dorsos indistinguibles. La suavidad del mazo resbalando cartas en abanico y plegándose sobre sí mismo al son de cremallera. O cuando se abren hueco unas cartas sobre otras apretando enseguida el espacio que las separaba para volver a bailar con el eco de la suerte. También me atrae su desorden arisco de filos cuando se amontonan sin arbitrio y las caricias que roban del tapete antes de guarecerse en mis manos.

Mientras estuvimos tú y yo jugando, el azar se hizo esquivo compañero si la destreza no lo llevaba de la mano, y ésta, sin aquel, se quedaba en técnica hueca de dedos desasosegados en el tapete.

Cuando nos decidimos a contar los puntos, la rosa del éxito nos mostró sus mil espinas y se deshojó en bazas pequeñitas, imperceptibles y menudas, abrigadas con coincidencias extraordinarias e imprevistas. La suerte, como la felicidad, cambio catorce veces de rumbo sin motivo ni ley para enseñarnos que nunca le gusta aparecer sola, sino abrazada con fuerza a la de los demás.

Sólo se puede ganar si alguien, en una esquina, da su brazo a torcer y se abandona a su suerte perdida. Y aunque nunca deseamos derrota —extraño juego este de la vida, en el que no se sabe nunca quién juega contigo ni por qué—, a veces, preferimos no ganar y dar otra vuelta en la tómbola de los naipes esperando que la victoria traiga una cesta más llena. Una cacería de sombras, un ardid peligroso que disfraza la soberbia de quien cree poder vencer al destino o la desesperación que quien todo lo tiene perdido.

Cuando acordamos que todo había acabado, ya hacía mucho que el juego estaba detenido. Pusimos nuestras cartas sobre la mesa y nos dimos cuenta de que ninguno las enseña todas, porque nadie conoce nunca todas las cartas con las que juega. Y quedó bien patente, una verdad tan increíble como conocida, que al final los dos perderemos hasta que no encontremos con quién empezar una nueva partida.

Me gusta jugar con las cartas, su misterio, su devenir, jugar sin miedo las bazas y entretener con ellas la vida. Esa misma vida que nos juega, —naipe yo, tú naipesa—, barajándonos sin piedad hacia el sendero angosto de la soledad y la tristeza. Me gusta jugar a los naipes y resistir todas las maniobras del azar, aunque todavía no he podido descifrar cuando es que perder y ganar ponen en mi camino un llanto o una recompensa.

Aún así —o precisamente por eso mismo—, quiero seguir jugando siempre. Pero ahora es tu turno. Espero impaciente…

Relato: Yo sólo bajé a por tabaco

Yo sólo bajé a por tabaco. Me vestí de un salto y me hundí en las escaleras que me pusieron en el portal. Ladraba un perro negro a la luna desnuda; titilaba su ruido luminoso de cigarra nocturna la farola más testaruda, empeñada en lucir para nada, porque no había nadie a quien servir de señal. Las tiendas, herméticamente mudas, me anunciaban fracaso conforme iba avanzando por la avenida. Sólo los faros de un coche destellaron centellas vacías para no encontrar con ellas otra mirada perdida que la mía.

Vacía la calle, pero el alma poseída, me aventuré en la zona en donde los bares no dejan vivir ni dormir a otras criaturas que no sean las de la noche. Otra vez, otro coche, que perdió sus luces tras una esquina dejándome una silueta grabada en la marquesina de la parada del autobús. Se encendió en ella un rostro con la luz del mechero que me hizo arder en los ojos dos puntos rojos de nicotina.

Yo sólo bajé a por tabaco y aquella mujer, desconocida y oscura, me ofrecía Fortuna cuando la suerte se paseó disfrazada con las luces de un coche de policía. Pasó despacio, mientras ella echaba a correr deprisa, como alma que se lleva el diablo para siempre.

Yo sólo bajé a por tabaco, le dije al agente, con voz temblorosa, cuando me apuntó con su linterna cargada y ansiosa de respuestas, mientras escrutaba la foto del carné que yo le mostraba como mi única defensa propia. Aguanté como pude la sorna de sus consejos y desandando los pasos volví; pero en la casa no encontré nada más que tu sombra en el lugar en que te había dejado a ti.

Yo sólo bajé a por tabaco, grite en el móvil cuando por fin cogiste mi llamada a fuerza de tanto insistir. Antes de colgarme, respondiste muy enfadada: «¡Tú no fumas, vete a dormir!». Aturdido por tus palabras, tardé un buen rato en deducir que si yo no fumo, no bajé a por tabaco, ni el perro ladró a la luna, ni había una mujer oscura en la parada del autobús. Ni me pudo abordar la policía, ni volví después a casa, ni en ella habías estado tú.

Pero la puerta del frigorífico me devolvió, anclados con un imán, los trozos de mi garganta rota que siguen clavados en la nota con la que te despedías sin más: «Sólo bajé a por tabaco».

Todos los días bajo solo a por tabaco y compro una cajetilla. Tengo los cajones de casa rellenos con un arsenal de nicotina para que no te falte nunca, nunca más, si es que regresas algún día. Algunos dicen que estoy loco, pero no es verdad. Y si así fuera y hubiera perdido el juicio, bendigo esta dichosa locura que me roba las dudas y es capaz de mantenerme vivo.

No hay más tiempo para terminar este relato. Ahora tengo que bajar a… bueno, ya se sabe a lo que bajo.

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