Estaba sentado en el bar, yo sólo, en mis pensamientos. Mirando sin gana la pantalla de televisión que había colocada en la esquina más lejana de la barra, a la altura suficiente para nadie en su sano juicio pudiera girar la cabeza y verla con comodidad.
La estancia era oscura con las ventanas al sur y, a mediodía, el fulgor que entraba por ellas cegaba los reflejos de vida que pudiese haber fuera. Eso le daba un aspecto estático y fantasmal, como de espacio suspendido en el tiempo, que atrasaba los minutos de cada reloj para hacer más lentas las historias que ocurrían dentro.
El viso de luz candente del sol de mayo atravesando la empalizada de ventanas, ocultó su trasluz mientras se acercaba y no la vi venir hasta que no llegó a mi altura. Esa fragancia, que siempre lleva puesta como tarjeta de visita, me avisó con dulzura de que alguien conocido andaba por entre las mesas.
Entonces, al girar la cabeza, pude ver su sonrisa embebida en un vestido rojo de tirantes que dejaba ver el mapa hermoso de sus hombros de piel tersa. Nos saludamos sin arrebato, casi con la frialdad de una mirada esquiva, mientras ella rebuscaba en su bolso monedas para la máquina. Cuando se dirigió hacia la barra para cambiar un billete, le ofrecí de las mías, un poco para aliviar el peso del zinc en el bolsillo, y un mucho, para ver de cerca sus manos suaves y blancas.
Se sentó inquieta en el filo de la silla de madera pulida y pidió una cerveza mientras me hablaba. Cogió una servilleta de papel fino y empezó a trastearla, quizá nerviosa, dándole dobleces simétricos sin mirarla. De tanto en tanto, acariciaba despacio el asa de la jarra y la elevaba entre sus dedos para besar con rojo el mar amarillo que oleaba impaciente sobre el borde mismo del cristal.
No es que no dijéramos nada, sino que aquí no importan las palabras que rellenaron el espacio hueco que nos separaba. Al fin, tras un par de renuncios, ya con el bolso en el hombro, se despidió como una sombra que, al salir del bar, vista por la ventana, cambió de color desplazándose al rojo, como las estrellas menudas de otras galaxias.
En la mesa, cerca de donde estuvo, a barlovento de su sombra, quedó un barquito de papel de servilleta a medio deshacer, sin rumbo ni capitán, abandonado a la deriva de la suerte. Atrapado en la mansedumbre del rectángulo inerte, sin sitio ni motivo para escapar. Desamparado de luces y de estrellas. Desvaído en un suspiro sin fin de la memoria. Como se me acaba de quedar esta historia sin ti.
Porque sigo siendo yo el barco embarrancado que se desdobla volcado sobre tu mesa del porvenir.