Llevo varios días sintiéndome raro. Duermo de día y paso las noches despierto, casi siempre fuera de casa y ocupado en asuntos tiernos. Noto también un aleteo de mariposas en el estómago, una tirantez extraña en las comisuras de los labios y se me descontrolan las caderas al oír el chumba-chumba que algunos coches llevan puesto a todo trapo.

Cuando las cosas no me salen como esperaba, me da por reír. Me llaman los amigos para salir de casa y, en lugar de negarme educadamente con alguna excusa como hago siempre, acepto encantado y a la primera. No me enfado cuando suena el teléfono en mitad del sueño ni me importa que me toquen a la puerta para venderme algo. Muy, muy preocupante.

Más aún cuando la doctora del seguro —ni siquiera tuve que esperar mi turno, porque no había nadie en la sala de espera— puso mala cara tras auscultarme y, con gesto grave, me dijo que no entendía cómo el corazón podía latirme a ritmo de samba. Cuando me hizo sacar la lengua, en lugar de un «a» sostenido, me salió sin querer un «lalalá» y se partió el palito que me había metido para sujetar la lengua.

Me ha asustado mucho su diagnóstico circunspecto de «síndrome de la felicidad». Ha dicho que es una enfermedad rarísima y que, si no se corta radicalmente, puede dejarme secuelas terribles de embobamiento y brillo en los ojos. Afortunadamente, las crisis más fuertes suelen ser muy cortas y existe un tratamiento muy efectivo que me ha recetado.

Tengo que madrugar, meterme cada día en un atasco de la autovía y dejar el coche en el centro de la ciudad, aparcado en doble fila. Seguir parado cuando el semáforo cambie a verde hasta que no me piten los coches que haya detrás y hacer gestos soeces a quienes no me cedan el paso. Nada de sexo, ni de alcohol, ni de rock&roll. Y terminantemente prohibido el chocolate, las tiras de Mafalda y las películas de Woody Allen.

Además, tengo que tomarme un telediario en cada comida, empezar el periódico por las páginas de sucesos, creerme la propaganda que me llega al buzón y planchar, en lugar de echarme la siesta, mientras veo un culebrón. Y antes de dormir, ponerme a leer un capítulo entero de las memorias de Sara Montiel. Como último recurso, si los síntomas no mejoran, tengo que contratar a unos albañiles para que me hagan una obra.

Según la doctora es muy contagioso, pero sólo por contacto directo. Así que nada de abrazos, ni besos y ni risas con las personas que conozco. Tengo que llamar a mis amigos para advertirles del peligro y permanecer en cuarentena de cariño. Y de paso, averiguar si es que alguno o alguna me lo ha pegado con su sonrisilla de estar viviendo en una nube. ¡Eso no se le hace a un amigo!

Sin embargo, parece ser que no hay problema en seguir pasando por el blog, pero me ha recomendado que, por precaución, durante una temporada me abstenga de leer ni escribir cualquier tipo de final feliz. No sé si seré capaz. Además, ¿qué enfermo hace todo lo que le dice su médico?

Está sonando en la radio una canción y se me empieza a mover todo el cuerpo, debe ser otro ataque. Creo que me voy a seguir el tratamiento, pero la dejo aquí puesta por curiosidad de saber si en todos produce el mismo efecto. Si hay alguien predispuesto, que no se le ocurra escucharla y mucho menos tararear el estribillo. No admito quejas, que el que avisa no es traidor y bastante tengo yo con lo mío.