Es completamente cierto. Leer y escribir en esta pantalla me ha obligado a modificar mi visión del mundo y sus aledaños. Redibujo todas las fronteras con las sensaciones que me llegan desde más allá de las lindes de mi presencia física. Con viajes emotivos que alteran las leyes del tiempo y la distancia, plegando el mundo sobre el lomo de las palabras y desplegándolo luego, como un abanico de posibilidades que refrescan las horas en las que puedo acariciarlas.
Voy con una lupa en la mano, deteniéndome en los detalles que me tocan a la puerta de los sentidos. Escruto los paisajes, como buscando escenarios para los personajes en que me convierto al trasluz de nuevos instintos que voy descubriendo. Mido la luz del sol o la de la luna, como cineasta apostado fuera del encuadre, para fabricar con palabras peldaños pequeños que me suben a otros cielos y poder enfocar, desde arriba, las cosas que me ocurren en cada momento.
Llevo unas gafas de ternura, que amplían las briznas de la nostalgia que se me quedan prendidas cuando me abrazan. Un termómetro preciso, que calcula la temperatura de las palabras con las que archivo los instantes que me desgarran. Un radar sensible, una sonda de crepúsculos que busca sin descanso las sensaciones que me arropan bajo su manto cálido. Un sonar de ausencias imprescindibles, de corazones invisibles que me alientan, desde lo lejos, a cada paso. Y llevo el espejo mágico de la memoria siempre encendido, el corazón en bandolera y una sonrisa de niño, escondida, para un caso de emergencia.
Pero no todo es tan inocuo ni tan sutil, también hay efectos secundarios. Debo llevar cuidado para no tropezar mientras ando con las gafas puestas, para no caer de bruces y romperme todas las certezas. Para que me reconozcan con o sin ellas. Para que me dé cuenta de que las refracciones imprevistas del espejo están ahí al lado, enredando confusiones y maquinando desengaños.
Porque cuando se mira con lupa una flor, en ese momento, es el centro de nuestro universo, pero al apartar la lupa, deja de serlo. Porque cuando se lee sobre besos, caricias y ternuras, pueden parecernos palabras de amor o quedarse tan sólo en literatura. Porque, a veces, para recuperar un misterioso instante, se pierden horas del sueño hermoso que anunciaba la noche expectante. Porque las palabras llevan dardos afectivos que pueden herir a quien no está preparado para recibirlos.
Porque se pone el corazón tan al descubierto, que es imposible que no apetezca cogerlo, hacerlo propio, guardarlo con mimo y llevarlo siempre dentro. Por eso, no es prudente olvidar, ni un solo momento, que delante del corazón que estamos leyendo, también tiembla de levedad, el cristal del espejo.
Y si se rompe un espejo, como sabe todo el mundo, ya no tiene arreglo. Mejor entonces, romperlo juntos.