Maullando soledades, avanza con cautela el gato sobre la verja del patio que da a la calle. Lo mueve el instinto, un perfume escondido que nadie más puede apreciar, y lo atrae hasta las baldosas que, ignorantes del futuro, están vacías, de momento.
Más tarde, pero no mucho más, otro felino, de porte claro y mirada aguda, emerge de las sombras que la luna precipita sobre la enredadera de flores amarillas que nunca recuerdo cómo se llama. Animal sigiloso, sin embargo, se une, con el otro gato, al concierto de llantos de niño que surte la noche de magia y estridencia.
De debajo de la mesa verde debía estar desde el principio, pero yo no la había visto, camuflada entre las patas sale estirazándose una gata pequeña y rayada de pelo oscuro y orejas graciosas. Se contonea un trecho por el patio, moviendo el cuerpo con la elegancia de la certeza de saber que hay cuatro ojos que no la pierden de vista ni un instante.
Se reúnen, agazapados los tres, como dirimiendo una compleja partida de póquer que requiere esconder bien las cartas, equilibrar los nervios y estudiar las opciones. No tengo ángulo para ver bien lo que pasa desde la ventana y estoy cansado de estar de pie. Así que, aún a riesgo de estropear el cortejo, me bajo al patio con disimulo y me siento en el penúltimo peldaño de la escalera.
No se han dado cuenta de mi presencia porque el fragor de la batalla ha comenzado. Gemidos embutidos en risas feroces enturbian la noche mientras los relámpagos de las garras hacen amago de movimientos casi imperceptibles para mis ojos, aún ya habituados a la poca luz.
Unos revolcones después, y sin más desperfecto aparente que la humillación de la derrota, el gato más claro huye del patio por la escalera y me tengo que apartar de su camino para no quemarme con las chispas de furia que relucen en sus ojos verticales.
La gatita se resiste y juguetea, atiende e ignora los esfuerzos del ganador, hasta que éste consigue ganar su espalda y sujetarla por el cuello con los dientes. Entonces, bueno, ya se sabe, la naturaleza actúa con energía y se apagan pronto todos los ruidos de los vaivenes. Decido terminar mi desvelo y subo a la casa, no sin antes reconocer en el camino de vuelta, los ojos del perdedor apostados aún en la verja.
La noche siguiente ¡qué corto es el amor y qué largo el insomnio!, empieza del mismo modo pero no termina de la misma manera. Dura el concierto de los gatos la noche entera al menos hasta que me acosté sin que la gata aparezca. Se pasa el tiempo muy despacio y me quedo un poco decepcionado, con la mente trabajando en el asunto. Tanto, que aún me pregunto si es que los gatos no saben de despedidas.
Así son las hormonas y así es la vida. ¡Tanto esfuerzo! ¡Tanta energía! Millones de años de evolución y cinco de Biología, para descubrir, en un rato, la verdad del aquí te pillo y aquí te mato.
Y aquí estoy y aquí estamos, como el gato, maullando soledad. Aunque, si nos paramos a pensar, quizá no sea para tanto.
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