Los besos que no te pude devolver, me quitaron el sueño y trajeron el insomnio. Deambulé toda la noche por la casa, como un fantasma sin rumbo que atraviesa la madrugada con sus movimientos torpes y pastosos, aplastado por la lentitud de las horas y el vértigo de los pensamientos.

La cama se deshizo en muecas acolchadas que giraban en la estancia al mismo ritmo que mi angustia. Me desesperaba el más mínimo ruido, la más leve claridad me abría los ojos de par en par. Tan pronto tenía calor y enseñaba mi piel al mortecino espacio de la noche encerrada en la alcoba, como sentía un escalofrío que me erizaba el silencio y pedía a las sábanas el favor de un abrazo que confortara mi sombra.

Giré catorce veces, una más que la luna, y catorce veces varió mi centro de gravedad. Catorce veces apagué y encendí aparatos, me eché sobre la cama y me volví a levantar. Empecé catorce historias que no quisieron venir conmigo al desvelo y las tuve que abandonar —abandono, ¡qué triste palabra!— sin conservar de ellas ni un adjetivo de consuelo ni un verbo de soledad.

Me invadió la claridad del día cuando el agua templada, que empezó a correr por la cabeza, despejó las sombras de la noche en mi conciencia. Y con ella el castigo empezó el camino del final, mandándome al mundo con unas horas más de vida inquieta en el entrecejo y unas menos de sueño que los demás.

Entiéndeme bien, no me estoy quejando. Este insomnio es viejo compañero de viaje y a él le debo mucho más que las ojeras. Me permite ver el arco que dibuja la luna sobre la bóveda de la noche de estrellas, me empuja a revivir instantes y atraparlos en palabras. Me abre una ventana al mundo hecha de plasma y pueden en ella recorrer más distancia mis pupilas y mis labios. Me deja crear mi propio abecedario de sueños, retales que la vida me ofrece como consuelo, con los ojos constantemente abiertos, para hacerme creer que es la realidad quien llama a mi puerta. Y cuando llega el día, los puedo mantener indemnes y alerta, sin tener que despertar.

Luego llega de nuevo la noche abierta y la neblina me alcanza con su hecatombe, con su corcho en los sentidos, con los bostezos de reloj mal avenido, con los párpados en imparable rebote. Subo a la habitación con un hilo de conciencia que se ovilla por las escaleras, con una pizca de voluntad sumisa y enredada. Me echo en la cama y, mientras me abandono, noto tus besos que me quitan los alfileres de los ojos para cerrármelos al sueño sobre la almohada. Y cuando aún siento el roce de tus labios, con el corazón aletargado, te me vuelves a perder y entonces comprendo, una noche más, que esta noche tampoco te los podré devolver.

Y espero despierto a que vengas, hermano insomnio, porque el sueño que me quitas, ocupa mucho menos espacio que el que me das. Es justo. Esta noche también acepto el trato. Estamos en paz.