Cuando veo aparecer tu cara redonda y acecha la oscuridad tras los cristales de la ventana, noto los primeros síntomas. Me revuelve una ansiedad especial repiqueteando en el estómago, se me estiran las ojeras y me suben a flor de piel todas las caricias que guardo, esperando, en riguroso turno, para irse derramando poco a poco.

Me brillan los ojos venciendo a la miopía, desdeñando las gafas como parapeto y adelantándole terreno a la media luz con una estrategia infalible de pupilas en avanzadilla. Las uñas, inesperadamente, dejan de morderme los dientes y se esconden en los dedos apenas montando guardia sobre las yemas deseosas del cuerpo a cuerpo que las desata.

Se aguzan mis sentidos para que el instinto adelante sus fronteras, se abre hueco en la palma de mis brazos. Siento mis latidos desbocados a la espera de tus labios rojos y sé que la transformación está completa. Al besarme, inquieta, la luna de tu sonrisa, me convierto de nuevo en el hombre bobo, embobado, que bebe, embelesado, en todas tus fuentes de licantropía.

Asombrado, recorro veredas suaves que tiemblan, subo colinas que palpitan, bajo hacia senderos que descorren el velo indescifrable de la vida. Posesivo y absorto, aumenta mi sed en cada sorbo de piel que se agita. No hay nada en este mundo que se pueda parecer al grito de dos susurros que están latiendo en sincronía.

Un silencio de sudor arranca de nuevo el reloj detenido. Comienza el rito de mi maldición, siempre a la misma hora en que decides seguir tu camino. Un vuelo, una excusa, un beso y, aún medio desnuda, escapa tu prisa y te pierdo. Entonces comienza la verdadera maldición de un hombre bobo, que no es asunto de pelo ni de dientes, sino, sencillamente, que se queda solo.

Por eso, todas las noches y cada una, este hombre bobo, se echa en el hombro de la luna y te llama, aullándole letras a la madrugada.