Hay azules que se descuelgan, desde el sendero de los sentidos, sobre el agua limpia de las voces de niño. Sobre el techo de los montes que tiñen el horizonte de ecos lejanos, trastornados de rojo y negro cuando se acerca el ocaso.
Hay azules en la plata del mar encerrada en las conchas que la arena conforta y también hay azul en el vuelo liviano que soporta el aire entre los pájaros.
El blanco, sin embargo, abre las puertas del infinito, hiere los ojos de luz, limpia el camino de barro. Se derrama sobre el frío estrellado que resbala de los inviernos y se posa, en las ramas más altas de los árboles de dos manos, para recordar el tiempo descolorido que nos ha ido traspasando.
Del amarillo sale el fuego, a veces rojo, que escancia la vida y la sirve en platos redondos de certeza. Es el futuro que empieza, alumbrando el presente, escondiendo los sueños con un manto invisible. Calor que mueve la maquinaria del tiempo, desliando, poco a poco, el nudo imposible que cabe a lo largo de un siempre.
Pero, el verde… ¡ay, el verde! El verde se ha fugado con el negro de las noches y el rosa de las tardes. Se ha escondido bajo el sepia de los recuerdos y el cobalto de los achaques que pueblan la vida y la dejan en ascuas de rojo. Estaba en tus ojos y se ha tapado con gris. Se oculta en amarillos de agosto, en marrones sin luz, en los ocres del fondo y en las rayas de marfil.
Yo sólo te quiero verde, como el poeta paisano, porque verde me hiciste sentir. Pero mi verde se aleja cansado y se fuga de mí y no puedo pararlo cuando se vierte, y me pierde, sobre el ayer que pintó de verde verde intenso, inmenso verde, todos los meses de abril.
¡Ay de mi pobre verde! No puedes ser más transparente, ni dolerme más fuerte que al escribir que todas tus risas me sonaban a verde y me duraron un jazmín.