Llevo escondida en mi yo más interior, una caja de música, como aquellas antiguas de madera pulida que, al abrirse, dejaban escapar los pasos inquietos de una bailarina. Silbidos atravesándome las esquinas, que, esta noche, se han abierto para ti sobre el creciente de la luna; pero no me preguntes cómo ni hasta cuando, porque yo no entiendo de cerraduras.
Primero brotó un tintineo, una risa de agua trenzándose en hilos, de un niño que mira embobado las maniobras marineras de las hojas y las flores. Más tarde, escuché un repique de abalorios desvestidos entre temblores, que dieron paso al chasquido redondo de ojos entornados, vencedores de todos los sueños, esperando recibir el timbre de mis manos.
Seguro que puedes oír cómo suena ahora, en este momento, el estruendo de los besos que no di. Que se mezcla con alborotos de piel desnuda, con escándalos jadeados bajo la luna y con el cascabeleo de aquellas bocas, tan lejanas, confundiéndose en besos de uno en uno y estrellándolos contra la madrugada.
Si prestas atención, distinguirás también el sonsonete de esa sonrisa que taladra desde una cuna, mientras la duerme una canción y me repica el corazón por la aorta abajo. Y el fragor de unos primeros pasos y campaneos de risa y monotonía de llantos. Y tañendo mi vida, desde el ras del suelo, la resonancia infinita de las sílabas más simples en los labios más tiernos.
Acércate un poco más, que ha empezado el bullicio de murmullos cruzados entre los labios que bebieron mi nombre y los nombres que emborracharon mis labios. El rumor de cascada que el agua del ayer me dejó en el alfeizar de la ventana. La algarabía de caricias, improvisadas en aquel abrazo. El sonsonete infantil de mis dedos cuando juegan con los dedos de otras manos…
¡Quién sabe! Ahora que ya la has abierto para sacar, podría ser, no tiene tanto de locura, que en esta caja que no se abre con clave de sol sino con llave de luna, puedas encontrar la ocasión, si lo decide el azar, para meter en ella tu voz y dejar que me acompañe su música.