No empezó bien el jueves, perdiendo el tiempo y malgastando vida. No esperaba que nadie me regalara buenas noticias, aunque tampoco temía que las hubiese malas. Parecía un día de esos anodinos, en que el mundo tiene previsto dar su vuelta habitual para volver a dejarlo todo en el mismo sitio. Una parada biológica del azar, una latencia del destino, un episodio tranquilo de falta de vivacidad.

La sustancia de la que están rellenos esos días se agolpaba bulliciosa, pero en ordenado engranaje, formando esa lista que se convierte, al mismo tiempo casi siempre, en ayudante y verdugo de la vida. Un mapa de asuntos que nos guía para poder malgastar a tiempo los nervios, el humor, las fuerzas y la gasolina. El despilfarro engreído de lo urgente, que le gana a lo importante cada vez que jugamos una partida.

Así que, sin esperar nada nuevo, sin ninguna conjunción de planetas a la vista, el día fue deshilando en el reloj el baile de las manecillas. Unos asuntos resueltos, otros pendientes para la siguiente lista, un café, unas llamadas, cambios de orden, nuevos encargos… en fin, la vida pasando como sin gana.

Además, yo también me sentía raro, porque junio me deja siempre un regusto agridulce de fin de trayecto. Una melancolía suave de ciclos que terminan, de pasados que se encarpetan y se guardan en los estantes de la memoria, junto al pum-pum inquietante de las despedidas.

Se me frena la vida sobre los últimos días interminables, que avanzan olvidando mayo y añorando abril, y me doy cuenta, que se me ha perdido la primavera sin hacer ruido y que todos los planes que espero de la suerte, se me deshacen allí, a la altura de septiembre. El verano adorna con sol y siesta la cara que nos muestra, pero nos esconde siempre su levedad, su futuro en estado de espera, su fecha improrrogable de caducidad.

Pero esto que llamamos vida —si es que lo es, y no es sólo vigilia— te asalta de repente y te pilla desprevenido. Lo mismo te muerde con saña y te deja malherido que, sin aviso y sin consuelo, te rompe un espejo, te clava un cristal y pone tu nombre a temblar en la mesa de un «experto», mientras baila embobada tu bola en el bombo redondo de la tómbola del azar. Y temes que lo peor está por ocurrir.

Y, sin embargo, ¡quién lo iba a decir!, se despertó coqueta por la tarde la máquina de la suerte, se deslió la vida un rato y cruzamos nuestros trayectos en la puerta del supermercado. Tú, te vestiste de flor y me regalaste un libro. Yo, que sólo pude compensarte con prisa, me puse al oído tu caracola de risas y le agradecí a la vuelta de aquella esquina que me guardara a tu lado un espacio para mí.

A veces, la vida, me besa en la boca y me hace sentir que tengo tiempo, que no estoy perdido, que mis manos dan buena sombra. Que en algún rincón del paraíso alguien se pone mi nombre en los labios para sonreír. Que la suerte, caprichosa, camina a mi paso, reposa su brazo en mi hombro y me ayuda a decidir.

Me voy ahora, me tengo que ir, pero no me voy del todo. Y no me despido porque, de los mil que parece que soy, hay dos que se quedan contigo. Uno se queda contigo aquí, donde la tinta amordaza al silencio y mi eco resuena a lo lejos en el hueco invisible que dejo. Y allí el otro, en las estrellas pequeñas que me miran de cerca desde tus ojos.

Cuando regrese de caminar por la arena y del azul del mar sólo me quede un estado de ánimo, seguiré pestañeando en este blog. Para volver al pedacito amueblado que me tienes reservado en las afueras del corazón.