Yo sólo bajé a por tabaco. Me vestí de un salto y me hundí en las escaleras que me pusieron en el portal. Ladraba un perro negro a la luna desnuda; titilaba su ruido luminoso de cigarra nocturna la farola más testaruda, empeñada en lucir para nada, porque no había nadie a quien servir de señal. Las tiendas, herméticamente mudas, me anunciaban fracaso conforme iba avanzando por la avenida. Sólo los faros de un coche destellaron centellas vacías para no encontrar con ellas otra mirada perdida que la mía.
Vacía la calle, pero el alma poseída, me aventuré en la zona en donde los bares no dejan vivir ni dormir a otras criaturas que no sean las de la noche. Otra vez, otro coche, que perdió sus luces tras una esquina dejándome una silueta grabada en la marquesina de la parada del autobús. Se encendió en ella un rostro con la luz del mechero que me hizo arder en los ojos dos puntos rojos de nicotina.
Yo sólo bajé a por tabaco y aquella mujer, desconocida y oscura, me ofrecía Fortuna cuando la suerte se paseó disfrazada con las luces de un coche de policía. Pasó despacio, mientras ella echaba a correr deprisa, como alma que se lleva el diablo para siempre.
Yo sólo bajé a por tabaco, le dije al agente, con voz temblorosa, cuando me apuntó con su linterna cargada y ansiosa de respuestas, mientras escrutaba la foto del carné que yo le mostraba como mi única defensa propia. Aguanté como pude la sorna de sus consejos y desandando los pasos volví; pero en la casa no encontré nada más que tu sombra en el lugar en que te había dejado a ti.
Yo sólo bajé a por tabaco, grite en el móvil cuando por fin cogiste mi llamada a fuerza de tanto insistir. Antes de colgarme, respondiste muy enfadada: «¡Tú no fumas, vete a dormir!». Aturdido por tus palabras, tardé un buen rato en deducir que si yo no fumo, no bajé a por tabaco, ni el perro ladró a la luna, ni había una mujer oscura en la parada del autobús. Ni me pudo abordar la policía, ni volví después a casa, ni en ella habías estado tú.
Pero la puerta del frigorífico me devolvió, anclados con un imán, los trozos de mi garganta rota que siguen clavados en la nota con la que te despedías sin más: «Sólo bajé a por tabaco».
Todos los días bajo solo a por tabaco y compro una cajetilla. Tengo los cajones de casa rellenos con un arsenal de nicotina para que no te falte nunca, nunca más, si es que regresas algún día. Algunos dicen que estoy loco, pero no es verdad. Y si así fuera y hubiera perdido el juicio, bendigo esta dichosa locura que me roba las dudas y es capaz de mantenerme vivo.
No hay más tiempo para terminar este relato. Ahora tengo que bajar a… bueno, ya se sabe a lo que bajo.
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