Cuatro es el número que dibujas sobre la superficie blanca del mediodía. Con las ventanas a media asta, reteniendo el calor a duras penas e invitando a la brisa a pasear como por su casa, la luz dorada que entra en el cuarto ilumina tus sueños y mi desvelo.
Colorean las uñas tus pies descalzos, como una paleta sensible esperando pluma que la cosquillee sobre el lienzo de las sábanas. La cadera domina sobre los hombros en una pendiente suave y serena. Tu pecho se cobija a la sombra del pliegue con que el brazo sujeta tu cabeza inmóvil, sonriente, tranquila. No sé qué sueño hermoso te acompaña ni quién andará en él contigo, pero bendigo la paz con la que te trasparenta en mis ojos.
Alguna inquietud te revuelve espero que no sea culpa mía y te das la vuelta. Me siento en la cama para ver la cruz que forman tus piernas con el pliegue de las rodillas, señalándome el camino ardoroso de las fantasías. Mis ojos se desdibujan por el arco de tus caderas deteniéndose en la cintura, aún estrecha, que invita a recorrerla para cerrar todas las dudas. La fosa profunda de tu columna se traza recta sobre la cama, agitándose livianamente en cada una de tus respiraciones cautelosas y mágicas.
Me siento a tu lado, tentado de caminar con mis dedos por el paisaje terso de tu cuerpo con esta media luz medio dormida. Pero las risas de niños jugando en la habitación contigua, tal vez un juego de cartas, me detienen invocando una costumbre triste y largamente aprendida.
Aún así, cuando el ruido cesa o será que entonces el hervor de la sangre me tapa los oídos, resbalo mi dedo por tu brazo con la respiración contenida, indeciso, sin estar seguro de lo que hago. Sonríes al notarlo y esperas que llegue mi mano a la altura de tus labios para besarla y hacer que me estremezca un instante que dura un siglo.
Se nos desata la vista y se reverdece el tacto. El olfato se queda con gusto a besar sin medida por todo el espacio. Empezamos el baile con la música de las palabras que se llenan de oído. Y ahora, nos toca ser los pinceles retorcidos con los que el deseo dibuja el paisaje más hermoso sobre el lienzo de los cinco sentidos.
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