Con tan sólo cincuenta y dos cartas, tal vez cuarenta, urde el azar el juego de la vida. Se entremezclan, se cruzan, se reparten y uno se descubre abocado a meditar el discurso que envían las circunstancias. Cincuenta y dos hojas, una por semana, en un mismo libro que siempre es diferente, siempre desconocido, aún cuando lo compongan las mismas perpetuas palabras.

Me gustan los naipes con sus dorsos indistinguibles. La suavidad del mazo resbalando cartas en abanico y plegándose sobre sí mismo al son de cremallera. O cuando se abren hueco unas cartas sobre otras apretando enseguida el espacio que las separaba para volver a bailar con el eco de la suerte. También me atrae su desorden arisco de filos cuando se amontonan sin arbitrio y las caricias que roban del tapete antes de guarecerse en mis manos.

Mientras estuvimos tú y yo jugando, el azar se hizo esquivo compañero si la destreza no lo llevaba de la mano, y ésta, sin aquel, se quedaba en técnica hueca de dedos desasosegados en el tapete.

Cuando nos decidimos a contar los puntos, la rosa del éxito nos mostró sus mil espinas y se deshojó en bazas pequeñitas, imperceptibles y menudas, abrigadas con coincidencias extraordinarias e imprevistas. La suerte, como la felicidad, cambio catorce veces de rumbo sin motivo ni ley para enseñarnos que nunca le gusta aparecer sola, sino abrazada con fuerza a la de los demás.

Sólo se puede ganar si alguien, en una esquina, da su brazo a torcer y se abandona a su suerte perdida. Y aunque nunca deseamos derrota —extraño juego este de la vida, en el que no se sabe nunca quién juega contigo ni por qué—, a veces, preferimos no ganar y dar otra vuelta en la tómbola de los naipes esperando que la victoria traiga una cesta más llena. Una cacería de sombras, un ardid peligroso que disfraza la soberbia de quien cree poder vencer al destino o la desesperación que quien todo lo tiene perdido.

Cuando acordamos que todo había acabado, ya hacía mucho que el juego estaba detenido. Pusimos nuestras cartas sobre la mesa y nos dimos cuenta de que ninguno las enseña todas, porque nadie conoce nunca todas las cartas con las que juega. Y quedó bien patente, una verdad tan increíble como conocida, que al final los dos perderemos hasta que no encontremos con quién empezar una nueva partida.

Me gusta jugar con las cartas, su misterio, su devenir, jugar sin miedo las bazas y entretener con ellas la vida. Esa misma vida que nos juega, —naipe yo, tú naipesa—, barajándonos sin piedad hacia el sendero angosto de la soledad y la tristeza. Me gusta jugar a los naipes y resistir todas las maniobras del azar, aunque todavía no he podido descifrar cuando es que perder y ganar ponen en mi camino un llanto o una recompensa.

Aún así —o precisamente por eso mismo—, quiero seguir jugando siempre. Pero ahora es tu turno. Espero impaciente…