Una colección de instantes

noviembre2024 (Página 2 de 3)

La mesa del bar

Todo lo que recuerdo de aquella tarde está envuelto en algodón, en esa ternura blanda con la que se revisten los sueños cuando están a punto de cumplirse, en esa luz del día que llama a la puerta de la noche tiñéndolo todo de misterio.

Brillabas sobre el fondo del bulevar, con la estrella de tus brazos recién abierta para mí. Me hubiese quedado allí dentro, en el calor de tu abrazo, mientras se derretía la distancia a la que el azar nos había separado; pero tuve que deshacer mis últimos dos pasos pequeños para ponerme a la altura de tus ojos y no parecer otro loco de tantos que andan sueltos.

Cuando tu cuerpo chocó contra el mío, cuando el espacio se curvó en un ocho y todos los sentidos se redujeron a uno, cuando el universo alcanzó tu temperatura y tomó la forma de tu cuerpo, tuve miedo de que te esfumaras en el aire y te me escaparas por entre los dedos.

Yo sólo fui impaciencia, sólo fui el envase de mi emoción contenida, porque necesitaba creer que, al menos una vez, podía vencer contigo la fuerza centrífuga de la vida. Para ir recogiendo los cabos sueltos, para aspirar el cariño de los círculos abiertos, para no dejar otra conversación interrumpida.

No sabes cuánto te agradezco que estuvieras allí, siendo como eras siempre, disolviendo todo el tiempo que estuve sin verte para que pareciese ayer la última vez que te vi. Comprendo que estoy en deuda contigo, que te debo un sueño.

Porque, ahora, ya soy capaz de imaginar cuando, quizá en esta misma mesa de bar en la que te escribo, cualquier día de estos, el azar permita que se vuelvan a encontrar mis manos torpes para teclear, con tus dedos finos de guitarrista.

Polizón

Ligeramente inclinada y apoyada en el alfeizar, mirando por la ventana, la tarde acariciaba tu pelo con los dedos de la brisa que entraba dulcemente desde la playa. Me acerqué sin notar el esfuerzo de los pasos, embebido en las curvas de tu silueta claramente definida sobre la luz anaranjada que vertía la tarde en la habitación.

Mi sombra se enredaba en la llamada que tu cintura desnuda dibujaba por encima del pantalón. No pude evitarlo y detrás de la sombra fue mi mano, sedienta de piel, la que resbaló por tu costado hasta llegar a tu vientre liso, tibio, acogedor.

Te giraste suavemente hacia mí, de medio lado, muy despacio, como volviendo de un sueño. Quizás estabas más lejos de lo que yo creía y tu alma habitaba barcos en el aquel horizonte de luz diluida.

Sonreíste divertida, con una sonrisa refulgente que arrugaba tus mejillas en un tierno mohín, con tus ojos profundos brillando sobre el mar de fondo. Sonreíste con la serenidad de quien respira hondo y sabe contener sin esfuerzo sus ganas de reír. Sonreíste por dentro, como sonríe el mago cuando está a punto de desvelar con sus manos el efecto de su truco.

Con un dedo en señal de silencio, me miró tu boca de media luna hasta que tus ojos de almendra me dijeron:

——¡Shhh! Despierta, cariño. Te has equivocado de sueño y te has colado en el mío. Vuelve al tuyo, te están esperando.

Besaste tu dedo de la discreción y lo pusiste en mi boca. Al sentir el frío de su tacto en mis labios, efectivamente, desperté abrazado a la almohada con la cabeza aún perdida entre imágenes nebulosas.

Cada vez que me encuentro contigo me sonríes más fuerte, me despides con más suavidad. ¿Acaso no ves que ya no es casualidad, que lo hago adrede? ¿Es que no ves mis labios que se mueven a punto de decirte la verdad?

Si la próxima vez que me cuele en tu sueño, al notar mi mano sobre tu espalda, te apartas de la ventana y me escuchas un momento, prometo explicarte por qué nada ocurre en esta vida ni en este mundo, sin que haya ocurrido antes en un sueño, mío o tuyo.

Móvil

Cuando a media mañana he buscado el móvil para ver la hora —raramente llevo reloj, aunque tengo cuatro o cinco desperdigados por los cajones, porque raramente los miro— me he dado cuenta de que no estaba en la mochila, donde lo suelo poner mientras trabajo.

Después de una búsqueda infructuosa, desandando mis pasos en trayectoria inversa, me ha invadido una sensación angustiosa de desamparo. He repasado todo lo que he hecho esta mañana mirando, con la lupa de un Holmes improvisado, en el resquicio de las rutinas insignificantemente iguales de cada día. Incluso me he parado a pensar en lo levógiro de las puertas y lo dextrógiro de los coches.

Acotando posibilidades, accediendo a un extraño instinto que, no sé bien por qué, es capaz de distinguir la misma acción tantas veces repetida, no he encontrado más respuesta posible que una alternativa: lo he olvidado en casa o lo he perdido para siempre.

No me importa el móvil, lo uso tan poco como el saldo con el que lo alimento, pero me ha dado un vuelco el corazón cuando he reparado en la cantidad de hilos que se pueden haber roto. Los números—apellido que no me sé y los hechizos incompletos de palabras, pero repletos de cariño, que guardaba en su laberinto de circuitos, están entre mis más preciados tesoros.

Es un desastre perder los dígitos en los que mis amigos dejan sus señales de humo. Y poner al descubierto algún secreto que se puede mirar desde su pantalla de plasma o dejar mi identidad vendida en manos de quienes se divierten haciendo llamadas de mal gusto.

Al terminar el trabajo y llegar a casa, lo he encontrado allí, en la repisa de la escalera, mirándome con esa actitud burlona e inocente de «queculpatengoyo» y «amíquemecuentas». He respirado el mismo suspiro que el de un Teseo de la minúscula al notar en su mano el tacto de un hilo.

Dejamos que la memoria impasible de las máquinas usurpe nuestros rincones más secretos. Abandonamos a la electrónica hasta las tareas que nos hacen ser esencialmente humanos, la memoria, la comunicación, los sentimientos.

Y sin embargo, abducido por la paradoja, aquí sigo, escribiendo sobre teclados en lugar de hacerlo sobre tu piel, leyendo pantallas mucho menos profundas que tus ojos y buscando, en discos duros o en circuitos de bolsillo, las palabras que nunca te escuché decirme al oído.

Muro

El muro que los separa, al mismo tiempo que los une, mantiene en pie de guerra a mis dos vecinos de enfrente. El muro que los une, y al mismo tiempo los separa, ha crecido, increíblemente, entre dos personas sensatas.

Creo que la razón está sobrevalorada en estos tiempos de afirmación personal y reinos de Taifas. Me parece que sólo es soberbia contenida, orgullo disfrazado, en dosis cada vez más exigentes para la convivencia pacífica.

Porque estamos cambiando mandamientos por decretos, confundiendo civilización con normativa. Hemos dejado de pensar en los demás para que piense en ellos la policía. Cualquier cosa está permitida si no te pillan «in fraganti», e incluso, aún así, que nadie se atreva a mirarte mal.

Han vuelto los tiempos revueltos del Far West, en los que salimos a la calle empuñando nuestros derechos, para denunciar primero y preguntar después. Y dejamos encerrada en casa la cortesía, mientras campa por sus respetos un peligroso concepto antisimétrico de libertad, que transforma la igualdad en una palabra vacía.

No entiendo de jurisprudencias ni creo en esa razón minúscula que roza el borde de la red en el juego del tuya-mía. Me cuesta hacerme a la idea, porque yo no sé nada de buscar culpables ni de catalogar actuaciones ajustándolas a derecho.

Pero, no lo puedo remediar, me mata la curiosidad de saber qué pasaría si, en el próximo verano de jardín que está esperando en la vuelta de la esquina, mis dos vecinos enfrentados permutaran sus casas durante unos días.

Lo que nos separa de los demás es, precisamente, lo que más puede unirnos en este mundo. La imaginación es un arma cargada de futuro.

Todo el tiempo que pasas conmigo

Se extingue la tarde poco a poco mientras se le van cayendo las horas, deshojando minutos sobre el horizonte. Me sorprende la oscuridad escribiendo, envuelto en las mismas letras que comencé cuando el sol naranja exprimía su más dulce jugo de atardecer.

De renglón a renglón pasa un siglo, una infinidad de viajes a ninguna parte desde ningún sitio, que no soy capaz de traducir a palabras. Al cabo, una frase me roza la punta de los dedos y me vuelco en el papel como si me fuese la vida en ello.

Alguna clase de vida le debo, es verdad, y por eso le estoy agradecido, aunque, por muy a menudo que ocurren, no consigo acostumbrarme a estos instantes vacíos en los que me mira con su cara blanca y muda, como riéndose de mí.

Después, cuando no sé quién de los dos decide interrumpir la espera, salta la chispa y avanzo renglones completos, en un extraño paseo por lugares a los que nunca fui, con personas de las que nunca he regresado.

Cuando termino el viaje de las palabras —puede que ya sea otro día— lo leo con mucho cuidado, como si fuese la primera vez que lo veo. Me ensarto en el hilo que devana y contemplo en un instante lo que tardé horas en escribir, sin poder evitar una sensación extraña de tiempo condensado en las palabras.

Quizás los renglones sean surcos y las palabras semillas. Tal vez, las rimas sean extractos de música y las palabras lleven los minutos liofilizados en la tinta, preparados para deshacerse en el hervor de unos ojos que las miren con intención.

Aunque yo creo que eres tú, que son tus manos de fuego y azúcar, las que, infinitamente más que cuando las escribo, comprimen, en una sola caricia, todo el tiempo que pasas conmigo.

Recrear

Me interesa profundamente el instante creativo, el momento preciso en que el caos se deslía en la imaginación de alguien y se transforma en un orden personal, renacido de la entropía, con capacidad para emocionar. En realidad, es mucho más que un instante, es una sucesión de periodos que van encontrando su sitio sobre un papel, un puzle, metódico o instintivo, que se acaba armando por sí solo.

Cuando leemos, cuando recreamos la emoción que vierte el autor en su obra, pasar de un párrafo a otro es cuestión de un segundo y no nos ofrece ningún indicio del tiempo dedicado a su elaboración. En el post anterior quise contar algo de cómo percibo la compactación del tiempo en ese proceso.

Se me vino a la mente haces que se vaya mi melancolía, un texto de hace un año, pero del que recuerdo haber tardado casi una semana en terminarlo de escribir. Creo que es el más elaborado de los que tengo. Sin embargo, al leerlo —prueba y dime si piensas lo mismo— parece como si hubiera salido de un solo golpe de pluma, como si se hubiese escrito en el tiempo que tarda en leerse.

Estuve tentado de volverlo a postear, aunque al final desistí. Pero, cosas del azar y de su humor caprichoso, se me ha ocurrido fisgonear en la página de estadísticas del blog y, mira tú por donde, he descubierto que es, precisamente esa, la entrada más visitada.

Puede que las estadísticas no sean correctas, que el título de la canción ayude mucho, pero el caso es que me pareció que ya no había excusa para no volverlo a presentar. Por cierto, ya puestos con la curiosidad, el segundo es diecisiete lunas y el siguiente la memoria del agua. Si de mí hubiese dependido tener que elegir tres, aunque me gustan mucho, no habrían sido esos, desde luego.

Pero ya hace tiempo que he comprendido que no se escribe lo que se quiere, sino lo que se puede, y que ninguna obra está completa hasta que otro yo no la reinventa, la recrea, la revive y le añade sus propias emociones para expandir, con ellas, el tiempo comprimido en las palabras.

Mi último pensamiento quiero que sea para Miní, para mi amigo Wilsao. Porque los seres queridos dejan en nosotros una obra que nunca está completa hasta que nosotros la revivimos, la recreamos y la hacemos brillar. Porque sé que, cuando el tiempo distancie el dolor de las ausencias, vuestro recuerdo de Miní habitando el corazón, será capaz de ahuyentar todas las melancolías.

Rojo

De la tarde, sobre el cielo, se escapó el color rojo de entre las nubes y fue a parar a tu vestido. De tu vestido al tendedero, ese que está enfrente de mi balcón. Apenas estábamos en un marzo que nadie sabe cuanto duró.

Por el balcón me entró en los ojos y se me salió por los labios cuando te quité el vestido con el temblor de mis manos. El carmín de tu pecho, recién salido de abril, me dio toda la sed que tengo desde que me lo bebí.

Rondaban mayo los besos cuando el negro de tu pelo saltó hasta el fondo de tus ojos. Quemaba el aire tu piel desnuda, bailaban locura tus caderas, mis manos huían hacia las dunas de tu pecho.

Por la ventana, pronto se asomará enero. Y de tus ojos aún siguen volviendo a los míos, cada vez que los cierro, el carmín, el rojo y el negro.

No es negra la noche

No es negra la noche. Las luces de la autovía, sobre la neblina tenue del invierno que se acerca, le dan un tono azul oscurísimo al cielo. No hay estrellas que resistan el empuje luminoso de la metrópoli sonámbula.

Cuando el asiento del coche es el testigo mudo de una vida, la carretera se convierte en una amiga que me guía por las arterias de luces que recorren la ciudad. Me mueven la brújula las curvas al mismo ritmo que el volante se desliza, apuntando al futuro escrito con rayas blancas en la calzada.

Al salir del túnel, la carretera sube y baja suavemente para mostrarme de frente una luna de Cheshire, de sonrisa oblicua y juguetona. La música que suena me trae recuerdos de tiempos felices por los que pasé de puntillas y en los que me dejaron sus huellas más profundas quienes uno menos se imagina.

Me dan miedo estas ausencias sonoras, porque llegan de improviso y me llevan en un instante hasta el final del trayecto sin haberme dado cuenta del camino. Vuelvo del viaje por los recuerdos, cuando se agolpan las luces rojas en la salida, cuando se apelotonan los coches y, con la suavidad de quien mira por la ventana, me asomo a las vidas rodantes que pasan por mi lado.

Te observo cantando, cerrando los ojos un instante para mirar quién sabe si al futuro o al pasado. Me fijo en tus labios y reconozco las palabras que gritas. Me parece oírte porque tú canción es la misma que la mía.

Me miras, en un instante de esos que se pierden cuando esperamos que el rojo se convierta en verde, y sonríes divertida con otra sonrisa distinta que la de la luna. Entonces me doy cuenta de que también yo estoy cantando.

En el tiempo que dura un semáforo en rojo, hacemos un dúo sonoro de vidas contiguas. Cada uno detrás de su propio muro, mirando por su propia rendija. Después, te vas con la misma levedad con que viniste y me quedo pensando si la música es lo único en este mundo capaz de traducir los recuerdos al idioma de la sístole.

Ya de vuelta, en casa, asomado al frío del patio, vuelvo a tararear la misma letra, perpetrando en voz bajita la misma canción mientras comprendo que no es negra la noche. Por lo menos esta noche, no.

Porque noto aquí dentro, en el corazón, que tu luna de Cheshire me sigue sonriendo como le sonrío yo.

Todo aquello que escribí

No sé si hago bien en ponerme esta canción aquí. Me encanta y me duele escucharla. El pasado lejanísimo me asalta y me lloran los mismos ojos con los que tuve que decirle adiós. Mi yo de quince años aún la quiere a morir.

Son muchas las que me gustan y me conmueven. Son muchas las que me traen recuerdos felices, unas veces, y otras, no tanto. Pero si un genio de lámpara me concediese el deseo de ser capaz de componer una canción, una sola canción, no tengo ninguna duda: volvería a escribir ésta.

Y me volvería a acordar de ti, como ahora me acuerdo, con la sal en los labios y el dulzor en el corazón. ¿Dónde andarás ahora? ¿Dónde andaré yo?

Limonero

El sol se esconde por detrás de las casas del vecindario y el paisaje se tinta de ese gris borroso que empaña los demás colores. Hace un frío de huesos encogidos, un frío que solivianta la piel más curtida con su abrazo irresistible de claridad.

Le queda poco tiempo a la tarde. La despido exhalando bocanadas de vaho mientras contemplo el espectáculo mudo del patio. Se van apagando los verdes, fundiéndose a marrón, y las baldosas se igualan en un ocre oscuro.

Ya es de noche. Puedo decirlo con toda exactitud porque arriba, en el parterre pequeño que acompaña el viaje estático de la escalera, se ha encendido el limonero con todo su cargamento amarillo. Destaca intensamente por entre el mimetismo del celindo y sobre la mediocridad de los cipreses.

Hace dos febreros que una nevada acabó con su apogeo —puede que juvenil—. ¡Qué pena me dio, tan chiquitito! ¡Cuánto lo quise al podarlo! Apenas quedó una vara clavada en el suelo en la que, aunque nadie pudiera verlo, hibernaba la vida deseando explotar.

Sin ruido, se fue poblando de ramas primero, de flores aisladas después y, por último, de bolitas verdes confundidas entre las hojas. Pero de golpe, en poco más de un mes, todos los limones se han encendido y su amarillo ilumina la escalera con más brillo que el que podría dar ningún árbol de navidad.

Para mí es un símbolo, un tesoro. Porque al mirarlo, con las manos en los bolsillos, comienzo a entender que hay que deshacerse, como de ramas rotas, de todos los recuerdos que nos estorban.

Que no hay final que no pueda convertirse en principio, que lo más grande primero fue pequeño. Y que, tarde o temprano, todas las criaturas acaban mostrando lo que llevan escondido dentro.

Ahora recuerdo aquella nevada y cómo me pareció desgracia. Y, sin embargo, tal vez fue la nieve, con su abrazo de hielo, la que llevaba escondida en su tez blanca el esplendor del limonero.

Subiendo la escalera —se ha cerrado la noche—, me vienen a los labios estos versos de Miguel Hernández que tarareo con música de Serrat mientras pienso que la suerte no depende del azar. La suerte es un sentimiento.

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