Cada noche me enfrento a la resistencia de las teclas como una lucha interior, como un conflicto. Son antiguas desavenencias, que llevamos tan en secreto, que apenas se verían desde el exterior de no ser por el ruido de las teclas percutiendo con rabia en el ordenador.
Todos los elementos se vuelven en mi contra. La luz del techo de la habitación es demasiado hiriente en conjunción con la de la pantalla, pero la de la lámpara resulta mortecina. El sillón me expulsa retorciéndome la espalda sobre la mesa, el silencio se retira para dar paso al ruido monótono y molesto de la máquina. Pongo música como contraataque pero acaba siendo peor, porque viajo lejos, montado en las letras de las canciones, y siempre me parece pronto para regresar a la mirada insistente del monitor.
La inspiración caprichosa desconocida parpadea sombras sobre mis manos que inician el derramamiento de tinta. Mis dedos se equivocan de botón, las tildes me retrasan y una voz interior me dice que hay algo que no cuadra. De repente, todas las rimas se alían para estorbarme, los versos se desmoronan en prosa; y por si fuera poco, el reloj me recuerda que se está pasando la hora y que aún no he escrito nada.
Despilfarro palabras para luego borrarlas, miro al techo, bebo agua. Me asaltan los recuerdos que no quiero contar, me rondan la cabeza todos los fantasmas que creía olvidados, me emboban los sueños que no alcancé aún pudiendo.
Entonces es cuando mejor entiendo… que la pluma es una espada, que las palabras golpes de voz y que la tinta un veneno, que me atraviesa de lleno las paredes del corazón.