Se extingue la tarde poco a poco mientras se le van cayendo las horas, deshojando minutos sobre el horizonte. Me sorprende la oscuridad escribiendo, envuelto en las mismas letras que comencé cuando el sol naranja exprimía su más dulce jugo de atardecer.
De renglón a renglón pasa un siglo, una infinidad de viajes a ninguna parte desde ningún sitio, que no soy capaz de traducir a palabras. Al cabo, una frase me roza la punta de los dedos y me vuelco en el papel como si me fuese la vida en ello.
Alguna clase de vida le debo, es verdad, y por eso le estoy agradecido, aunque, por muy a menudo que ocurren, no consigo acostumbrarme a estos instantes vacíos en los que me mira con su cara blanca y muda, como riéndose de mí.
Después, cuando no sé quién de los dos decide interrumpir la espera, salta la chispa y avanzo renglones completos, en un extraño paseo por lugares a los que nunca fui, con personas de las que nunca he regresado.
Cuando termino el viaje de las palabras puede que ya sea otro día lo leo con mucho cuidado, como si fuese la primera vez que lo veo. Me ensarto en el hilo que devana y contemplo en un instante lo que tardé horas en escribir, sin poder evitar una sensación extraña de tiempo condensado en las palabras.
Quizás los renglones sean surcos y las palabras semillas. Tal vez, las rimas sean extractos de música y las palabras lleven los minutos liofilizados en la tinta, preparados para deshacerse en el hervor de unos ojos que las miren con intención.
Aunque yo creo que eres tú, que son tus manos de fuego y azúcar, las que, infinitamente más que cuando las escribo, comprimen, en una sola caricia, todo el tiempo que pasas conmigo.