Todo lo que recuerdo de aquella tarde está envuelto en algodón, en esa ternura blanda con la que se revisten los sueños cuando están a punto de cumplirse, en esa luz del día que llama a la puerta de la noche tiñéndolo todo de misterio.
Brillabas sobre el fondo del bulevar, con la estrella de tus brazos recién abierta para mí. Me hubiese quedado allí dentro, en el calor de tu abrazo, mientras se derretía la distancia a la que el azar nos había separado; pero tuve que deshacer mis últimos dos pasos pequeños para ponerme a la altura de tus ojos y no parecer otro loco de tantos que andan sueltos.
Cuando tu cuerpo chocó contra el mío, cuando el espacio se curvó en un ocho y todos los sentidos se redujeron a uno, cuando el universo alcanzó tu temperatura y tomó la forma de tu cuerpo, tuve miedo de que te esfumaras en el aire y te me escaparas por entre los dedos.
Yo sólo fui impaciencia, sólo fui el envase de mi emoción contenida, porque necesitaba creer que, al menos una vez, podía vencer contigo la fuerza centrífuga de la vida. Para ir recogiendo los cabos sueltos, para aspirar el cariño de los círculos abiertos, para no dejar otra conversación interrumpida.
No sabes cuánto te agradezco que estuvieras allí, siendo como eras siempre, disolviendo todo el tiempo que estuve sin verte para que pareciese ayer la última vez que te vi. Comprendo que estoy en deuda contigo, que te debo un sueño.
Porque, ahora, ya soy capaz de imaginar cuando, quizá en esta misma mesa de bar en la que te escribo, cualquier día de estos, el azar permita que se vuelvan a encontrar mis manos torpes para teclear, con tus dedos finos de guitarrista.
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