Pasar de un año a otro sólo es cuestión de un segundo. El tiempo que se tarda en unir dos puntos contiguos de la órbita minúscula de una mota de polvo, que gravita sobre una estrella mediocre de una galaxia pequeña.
Sólo es cuestión de un suspiro. Exhalar mañana el aire que respiramos hoy, captar la luz emitida en el instante anterior, escuchar el sonido que nació en otro guarismo del tiempo. Sin ser conscientes que, aunque creamos ser los mismos, no brindará con nosotros ni una sola célula de las que hace trece lunas levantaron nuestra copa a la altura de la cabeza.
Vamos dejando un rastro volátil, aviones de tiza que pintan sus rayas en el cielo de una mañana clara para que las desvanezca el viento. Se pierde nuestra estela en el espacio como la de pájaros que vuelan en la niebla. Sólo perdura nuestra insignificancia menuda, nuestra levedad relativa, nuestra fragilidad más absoluta.
Pero éste es un viaje irrenunciable, fugitivos desde el nacimiento, de una travesía sin retorno por el trocito de universo que atraviesa la mota de polvo. Creemos ser los mismos en el trayecto, necesitamos saber que servimos para algo y para alguien. Contamos los años como victoria mínima sobre la fugacidad de la vida e inventamos ritos contra el desamparo en lo inesperado del futuro.
Esta noche el planeta pasará otra vez por el sitio exacto y yo estaré esperando el instante preciso con las uvas en la mano, muy ligero de equipaje, sintiéndome muy pequeño.
Voy a pasar de un año a otro, llevándome tan sólo doce pensamientos. Prepárate porque, si quieres, tú te vienes conmigo en todos.