Hay canciones que se convierten en himnos de una generación, que se oyen como bandera. Hay canciones que traspasan todas las fronteras, las del idioma, las del espacio y, especialmente, las del corazón.

Hay canciones que nos mueven el cuerpo, que nos levantan las manos y nos retuercen los pies. También hay canciones que nos encuentran la cintura que perdimos quién sabe cuando ni con quién.

Hay canciones, apostadas a la vuelta de la esquina de un dial, que traen de regalo antiguas lágrimas vueltas a derramar. O traen besos perdidos o cuentos sin acabar que alguna vez escribimos y que nunca podremos terminar porque las viejas canciones que los traen, los rebobinan hasta el principio.

Pero también hay canciones que te hablan al oído, que te cuentan lo que ya sabías y no te atrevías a creer. Canciones que te desvelan el mundo, que te inyectan energía para crecer, que te aciertan en todo el gusto. Hay canciones que parece que están hechas pensando en uno, que siempre están recién escritas.

Y a mí me gusta cantarlas, aunque no sé nada de pentagramas, y deshacerlas en el aire con mi voz de sapo exprimiéndose por la garganta. Suelo hacerlo bajito, como un susurro, como una invocación, como cura para mis males. Para no molestar a nadie y que no quede constancia del asunto.

Pero hay veces que las canto a voz en grito —para tortura de mis vecinos— y para que del cielo me lluevan todos los amores que alguna vez he perdido. Aunque me temo que necesitaré más de un par de canciones. Así pues, aviso, y que el mundo se vaya preparando los oídos.