Desde que yo recuerdo, mis años siempre comienzan en septiembre y acaban en junio. Y el verano es una prórroga, un añadido especial que sólo cuenta para los niños, un paréntesis en el que la vida afloja el paso, se vuelve volátil y se hace aún más leve su transcurso.

Junio me deja siempre en un estado de ánimo reflexivo, mirando atrás, cerrando círculos, escarbando en la memoria los instantes que se escapan como agua entre las manos, imaginando que hay un futuro más allá del verano.

Pero en diciembre, aunque con mucha menos intensidad, no puedo sustraerme a la sensación general de fin de ciclo que todo el mundo expresa de una forma u otra. La revisión del año que termina, los deseos para el que comienza, los brindis que emplazan citas para un futuro incierto pero irrenunciable, la renovación de promesas personales aun sabiendo que difícilmente se cumplirán…

En estos días le doy vueltas a algunos de esos asuntos —meditar es demasiado «palabro» para mis pensamientos de mucho ruido y pocas luces— con los que me vuelvo a asombrar periódicamente y que me acaban produciendo unas cuantas certezas emotivas, que, al fin y al cabo, son las únicas certezas posibles.

Lo primero que me viene a la cabeza es la imparable aceleración de la vida. Al niño que fui le parecían larguísimos los años, empeñado como estaba en «ser mayor», en entrar en el mundo adulto que tenía alrededor y que parecía tan apetecible. Pero conforme han ido llegando arrugas, se han acortado los años que, ahora, no son más que parpadeos que nadie puede detener en su caída libre.

Además, la memoria ayuda contrayendo los recuerdos, perdiendo fechas en el mar de los días, manipulando momentos y poniendo, al lado unos de otros, instantes que ocurrieron separados por tanto tiempo que casi casi podrían pertenecer a distintas vidas.

Me sorprende profundamente la pasmosa naturalidad con la que aceptamos la fuerza centrífuga del mundo, que aparta de nuestro lado, por diversos motivos, casi siempre tristes, a seres que, en cada momento, sentimos como queridos. Ausencias más o menos breves —y a veces, definitivas— de aquellos que nos dejaron huella al mismo tiempo que con ella se llevan parte de lo que fuimos.

Y, al mismo ritmo que desaparecen de nuestra vida, van apareciendo otros, ocupando su tiempo —que no su lugar en el corazón— y rellenando los días. Me doy cuenta que devenimos en una espiral que gira tan deprisa que convierte los finales en principios, las rutinas en levedad, el vértigo de vivir en carrera de obstáculos. Y el amor, que primero fue loco, se acaba enredando en la cordura de los contratos de paridad.

Me agobia la invasión de lo inútil, el apogeo televisivo de los parásitos, el asedio de las marcas registradas, el esfuerzo anodino que nos ocupan los cachivaches absurdos que no sirven para nada. La necesidades innecesarias de nuevo cuño, la urgencia con que nos aprieta lo intrascendente, la proliferación invencible de los hombres grises y la mutación irreversible del gen que nos convierte en «capullos».

Me estremecen los fanáticos, los agoreros, los hipócritas. Los que siempre tienen preferencia, sea cual sea la vía para tenerla. Los que piensan que empezar una guerra es como ir a la oficina y los que van a la oficina como si empezaran una guerra. Los dictadores disfrazados de corderos y los corderos camuflados como audiencia.

Quizá precisamente por todo eso, me he dado cuenta de que cada vez amo más las cosas pequeñas. En ellas es en donde más cómodo me siento y por eso las busco a mi alrededor, en un gesto amable, en una sonrisa pícara, en una lágrima furtiva que resbala mejillas de dos en dos. Una frase, una poesía, una canción, una buena discusión que acabe con una cerveza, la cara de una nube o una historia que me haga llorar, aunque sea de risa.

Quiero desearme para el futuro tan sólo cosas pequeñas. Que el mundo siga jugando conmigo al ajedrez y que, en alguna partida, de vez en cuando, se deje vencer. Que siga cayendo en todas las trampas que me ponga el azar, sin saltarme ninguna, y que me pueda levantar de todas, a ser posible, con tu ayuda.

Que siga sintiendo cerca las otras vidas que vivo en cuerpos pequeñitos, que pueda mirar atrás a menudo sin querer volver al principio. Que la sombra de otros días no tape el sol de hoy ni la lluvia de mañana. Que nunca se salde mi deuda contigo.

Sólo deseo otro año de cosas pequeñas, que me leas, que me escribas, que me nombres. Y que de todo lo que deseas para mí, este año o algún día, yo pueda devolverte el doble.