Cuando a media mañana he buscado el móvil para ver la hora —raramente llevo reloj, aunque tengo cuatro o cinco desperdigados por los cajones, porque raramente los miro— me he dado cuenta de que no estaba en la mochila, donde lo suelo poner mientras trabajo.

Después de una búsqueda infructuosa, desandando mis pasos en trayectoria inversa, me ha invadido una sensación angustiosa de desamparo. He repasado todo lo que he hecho esta mañana mirando, con la lupa de un Holmes improvisado, en el resquicio de las rutinas insignificantemente iguales de cada día. Incluso me he parado a pensar en lo levógiro de las puertas y lo dextrógiro de los coches.

Acotando posibilidades, accediendo a un extraño instinto que, no sé bien por qué, es capaz de distinguir la misma acción tantas veces repetida, no he encontrado más respuesta posible que una alternativa: lo he olvidado en casa o lo he perdido para siempre.

No me importa el móvil, lo uso tan poco como el saldo con el que lo alimento, pero me ha dado un vuelco el corazón cuando he reparado en la cantidad de hilos que se pueden haber roto. Los números—apellido que no me sé y los hechizos incompletos de palabras, pero repletos de cariño, que guardaba en su laberinto de circuitos, están entre mis más preciados tesoros.

Es un desastre perder los dígitos en los que mis amigos dejan sus señales de humo. Y poner al descubierto algún secreto que se puede mirar desde su pantalla de plasma o dejar mi identidad vendida en manos de quienes se divierten haciendo llamadas de mal gusto.

Al terminar el trabajo y llegar a casa, lo he encontrado allí, en la repisa de la escalera, mirándome con esa actitud burlona e inocente de «queculpatengoyo» y «amíquemecuentas». He respirado el mismo suspiro que el de un Teseo de la minúscula al notar en su mano el tacto de un hilo.

Dejamos que la memoria impasible de las máquinas usurpe nuestros rincones más secretos. Abandonamos a la electrónica hasta las tareas que nos hacen ser esencialmente humanos, la memoria, la comunicación, los sentimientos.

Y sin embargo, abducido por la paradoja, aquí sigo, escribiendo sobre teclados en lugar de hacerlo sobre tu piel, leyendo pantallas mucho menos profundas que tus ojos y buscando, en discos duros o en circuitos de bolsillo, las palabras que nunca te escuché decirme al oído.