Es difícil controlar el impacto que causamos en los demás. Nuestra actitud en lo cotidiano tal vez, también, en lo que escribimos produce efectos imprevisibles en aquellos que nos rodean y sus reacciones a nuestros actos, a nuestras palabras, son la parte más enigmática del viaje por el laberinto.
Continuamente me sorprenden las reacciones de las personas que tengo a mi alrededor. La otra noche, de repente en un atasco, un compañero casual de viaje con el que no me unen más que conversaciones banales y cotidianas, se confía, reúne el valor necesario para contarme su vida interior, su historia endulzada por el tamiz de la memoria. Se emociona en mi hombro asombrado y, con voz pretérita de dolor acumulado, musita palabras en mi oído mientras llora.
Otras veces, me llegan noticias de que hay personas que, aunque pasaron por mi vida apenas un instante, llenan sus ojos de ayer, sonríen y amagan un suspiro cuando me recuerdan en voz alta. Me obligo a revisar los lazos que quedaron tendidos, a escarbar las huellas que dejaron mis palabras, y, por más que rebusco en el pasado común, no soy capaz de encontrar nada.
O surte una voz antigua, alegre, evocadora, desde el auricular del teléfono a la que ni siquiera atino a ponerle el nombre correcto. Me hace navegar por entre recuerdos indescifrables, sentirme en inferioridad de sentimientos, como si se me hubiese extraviado alguna de las vidas que me rozaron y no supiera ni cuándo la perdí ni dónde la he puesto.
Entonces tristemente adivino, que yo también debí resbalar, en un descuido, del corazón de aquellos amigos que nunca me devuelven las llamadas. En ese instante me invade una comprensión infinita, una ternura suave y redonda, una inquietud dulce deslizándose hacia las sombras que se proyectan desde el pasado.
Y no dejo de pensar si habrá alguien esperando impaciente, en algún lugar de mi vida, a que sea yo quien le devuelva los mensajes que me lanzó como bienvenida.