Quiso coger el coche para bajar al estanco pero le llamó la atención una cierta falta de simetría que se percibía en la cochera. La mala suerte había tomado forma de rueda y siendo día de fiesta no habría ningún taller que resolviese el pinchazo.
Así que cogió el abrigo instintivamente, efecto del calendario, y salió andando por la calle hacia la zona comercial que debía estar hirviendo de gentes. Sin embargo, el sol invernal es traicionero y a mitad de camino hubo que quitarse la prenda larga y doblarla torpemente sobre el brazo. La mala suerte que antes era rueda, adoptó ahora la forma de un charco.
Tardó unos segundos en decidir si le convenía volver y acicalarse o seguir adelante, cuando apareció en ese instante el autobús urbano que aceleraría su asunto. No se notaba en demasía la mancha sobre la oscuridad doblada del abrigo, así que, rebuscó monedas y subió al primer peldaño. Disfrazada de inercia, fue la mala suerte la que dio con sus huesos en la moqueta.
Ella le tendió mano y sonrisa, y le ofreció el asiento de al lado. Conversaron vagamente, mirándose a la cara, extrañados del paraíso. Cuando ella toco el timbré solicitando parada, él sonrió lo indecible al saber que era la misma que la suya. Bajó el escalón a su lado, puede que un poco nervioso, y escuchó la voz de la mala suerte que provenía de un novio que la besaba.
Con la palabra en la boca, se encaminó hacia una tienda para hacer la compra que traía de recado. No podía ser de otra forma, todo estaba cerrado, era fiesta, ¡cómo podía haberlo olvidado! Esto no era mala suerte, seguro; más bien, era mala cabeza.
Emprendió el camino de vuelta con gesto resignado. Le persiguieron más peripecias de la mala suerte: tardó el autobús de vuelta, se confundió de parada y anduvo un trecho de más, a punto estuvo de morderle un perro que sacó la cabeza por la verja de una casa… En fin, una odisea de secano hasta que por fin pudo abrir la puerta de casa y resoplar en el rellano.
Pero incluso allí dentro volvió a parpadear la mala suerte con la lucecita roja del contestador. Al descolgar escuchó una voz de mujer que le decía: «Es la tercera vez que te llamo y no me contestas. Hoy es fiesta y está todo cerrado, seguro que estás en casa. Al menos podías haber dado la cara y responder a mi llamada. No voy a perder más tiempo contigo. Hasta nunca.»
Abatido, resignado, cabizbajo y triste, se asomó al balcón para perder sus pensamientos en el horizonte, para decidir si era el día apropiado para intentar arreglar el malentendido. Saludó con un gesto al vecino del otro lado de la verja que andaba con la familia haciendo preparativos para una fiesta y se sintió abandonado por la suerte y solo.
El vecino, atareado, respondió con la mano mirándolo de reojo, mascullando envidia por todos sus poros: «Guapo, joven, rico, sin hijos y sin suegra. ¡Menudo cabrón! ¡Eso es un tío con suerte!».
Y yo, como gato encaramado en la verja, que tomando el sol reflexiono sobre mis siete pasos por la tierra, si pudiese hablar, a los dos les diría que toda la vida es azar y que todo el azar es vida, pero la suerte… no.
La suerte no depende de la vida ni del azar. La suerte es un sentimiento pasajero que se nos enreda en el corazón.