El muro que los separa, al mismo tiempo que los une, mantiene en pie de guerra a mis dos vecinos de enfrente. El muro que los une, y al mismo tiempo los separa, ha crecido, increíblemente, entre dos personas sensatas.
Creo que la razón está sobrevalorada en estos tiempos de afirmación personal y reinos de Taifas. Me parece que sólo es soberbia contenida, orgullo disfrazado, en dosis cada vez más exigentes para la convivencia pacífica.
Porque estamos cambiando mandamientos por decretos, confundiendo civilización con normativa. Hemos dejado de pensar en los demás para que piense en ellos la policía. Cualquier cosa está permitida si no te pillan «in fraganti», e incluso, aún así, que nadie se atreva a mirarte mal.
Han vuelto los tiempos revueltos del Far West, en los que salimos a la calle empuñando nuestros derechos, para denunciar primero y preguntar después. Y dejamos encerrada en casa la cortesía, mientras campa por sus respetos un peligroso concepto antisimétrico de libertad, que transforma la igualdad en una palabra vacía.
No entiendo de jurisprudencias ni creo en esa razón minúscula que roza el borde de la red en el juego del tuya-mía. Me cuesta hacerme a la idea, porque yo no sé nada de buscar culpables ni de catalogar actuaciones ajustándolas a derecho.
Pero, no lo puedo remediar, me mata la curiosidad de saber qué pasaría si, en el próximo verano de jardín que está esperando en la vuelta de la esquina, mis dos vecinos enfrentados permutaran sus casas durante unos días.
Lo que nos separa de los demás es, precisamente, lo que más puede unirnos en este mundo. La imaginación es un arma cargada de futuro.
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