En el carril escarpado graznaban las piedras al paso de las ruedas del vehículo. Era un día otoñal con cielo azul y sol de invernadero. Tras los cristales del coche, una cálida placidez de domingo en el campo mantenía cortas mis mangas.

El río que remontábamos había dejado atrás el impulso bravío de la montaña blanca. El agua brillaba entre la sombra de las mimbres y los picos ennegrecidos de los juncos de la orilla. La colina, orientada al sur, crispaba el aire con ocres y verdes descoloridos, salpicando el horizonte con su rampa inconstante de manchas oblicuas que apuntaban hacia las nubes.

Cuando doblamos el recodo que la serpiente del camino tenía trazado, encontramos, ahí mismo, el vado y la explanada que se abría en el otro margen del agua. Una algarabía de niños fuera de contexto rodeaba las mesas apostadas bajo la sombra de un caqui medio dormido.

Con un solo paso cruzamos a la otra orilla, porque el río —riachuelo en este tramo— se estrechaba y sosegaba como dando permiso para ser atravesado. Nos colocamos bajo la sombra de un nogal, amarillo, envejecido, deshilachado de otoño. Hubo que ponerse abrigo, porque el viento cortaba las mejillas con su canción invisible de frío, mientras se adornaba la tarde con lluvia de hojas marchitas.

Al cabo de un rato perdí mis pasos un poco más arriba, en donde el transcurso del tiempo sonaba en el agua como un cascabel claro y rellenaba una poza en la que se aplacaba la corriente hasta convertirse en cristal. Un niño, no sé si el que fui o el que aún llevo dentro, onduló la transparencia con un dedo, como dudando de su realidad.

Posé en la superficie una hoja amarilla, un barco a la deriva, acercando mis manos al cauce. Entonces me pareció reconocer la misma agua, la misma hoja, el mismo río que una vez pasó por mi infancia. Me agaché para hacerme pequeño y volver a mirarlo todo desde abajo, con los ojos abiertos de mi inocencia perdida. Me reconoció la memoria del agua cuando me miré en su espejo y me devolvió la sonrisa.

Atravesando el aire brotó una risa que rellenó el paisaje y disolvió la escena. Se hundieron mis recuerdos con la hoja flotante atrancada en una piedra. De entre el juncal de la ribera, de improviso, aparecieron niños en pandilla que jalearon a voz en grito:

——¡Vamos a echar barquitos!

Cuando el sol, ya bajo, terminaba de pintar de sombras la carretera, conduciendo el coche de vuelta a casa entre las nubes de mi cabeza, recordé que nadie se baña dos veces en el mismo río, ni bebe dos veces el mismo agua.

Sin embargo, llego aquí convencido —si es que hasta ahora no lo estaba— de que todos los ríos que atraviesan la infancia, siempre son el mismo río. Al menos aquella tarde, me pareció verme escrito en la memoria imborrable del agua.