El sol se esconde por detrás de las casas del vecindario y el paisaje se tinta de ese gris borroso que empaña los demás colores. Hace un frío de huesos encogidos, un frío que solivianta la piel más curtida con su abrazo irresistible de claridad.
Le queda poco tiempo a la tarde. La despido exhalando bocanadas de vaho mientras contemplo el espectáculo mudo del patio. Se van apagando los verdes, fundiéndose a marrón, y las baldosas se igualan en un ocre oscuro.
Ya es de noche. Puedo decirlo con toda exactitud porque arriba, en el parterre pequeño que acompaña el viaje estático de la escalera, se ha encendido el limonero con todo su cargamento amarillo. Destaca intensamente por entre el mimetismo del celindo y sobre la mediocridad de los cipreses.
Hace dos febreros que una nevada acabó con su apogeo puede que juvenil. ¡Qué pena me dio, tan chiquitito! ¡Cuánto lo quise al podarlo! Apenas quedó una vara clavada en el suelo en la que, aunque nadie pudiera verlo, hibernaba la vida deseando explotar.
Sin ruido, se fue poblando de ramas primero, de flores aisladas después y, por último, de bolitas verdes confundidas entre las hojas. Pero de golpe, en poco más de un mes, todos los limones se han encendido y su amarillo ilumina la escalera con más brillo que el que podría dar ningún árbol de navidad.
Para mí es un símbolo, un tesoro. Porque al mirarlo, con las manos en los bolsillos, comienzo a entender que hay que deshacerse, como de ramas rotas, de todos los recuerdos que nos estorban.
Que no hay final que no pueda convertirse en principio, que lo más grande primero fue pequeño. Y que, tarde o temprano, todas las criaturas acaban mostrando lo que llevan escondido dentro.
Ahora recuerdo aquella nevada y cómo me pareció desgracia. Y, sin embargo, tal vez fue la nieve, con su abrazo de hielo, la que llevaba escondida en su tez blanca el esplendor del limonero.
Subiendo la escalera se ha cerrado la noche, me vienen a los labios estos versos de Miguel Hernández que tarareo con música de Serrat mientras pienso que la suerte no depende del azar. La suerte es un sentimiento.