Una colección de instantes

febrero2025 (Página 3 de 3)

Digamos que…

Digamos que ella no quería, pero que lo estaba deseando. Paseaba del brazo con su recuerdo por todas las horas de la vida, aunque especialmente cuando la luna pinta de sombras los enseres cotidianos. Imaginaba a trompicones, digamos que a deshoras, encuentros fortuitos que empezaban en verso y acababan en prosa. Pero si le preguntaran, incluso en mitad de una de esas incursiones tan profundas, ella hubiera respondido sin vacilar: «Nunca».

Digamos que a él le asomaban las ganas por entre las dudas. Que no es que no quisiera, sino que no quería querer. Que se tapaba los sueños con la mano abierta para no perderse detalle de aquellas escenas difusas. Que sonreía por dentro cuando se abandonaba a ensayarlas en la hora de las brujas, mientras respondía a las preguntas con un «seguro que no», posiblemente muy en serio, aunque en sus ojos se entornara un absurdo titubeo.

Digamos que ella esperó con paciencia el momento oportuno para acercarse despacio a la orilla de la suerte. Él tampoco quiso perderse en las traviesas del tren incandescente que partía de su estación. Y aunque no hubo reproches, cuando ella pensó «tal vez», desapareció de las noches rumbo a no se sabe qué difícil pirueta de la conciencia. Hasta que pasado el tiempo y de improviso, que no tanto por azar, volvió escribiendo en el viento el murmullo de un «ojalá».

Digamos que temblando como nunca, él se apostó en el quicio de la puerta con la mirada desnuda, tirando secretos por la borda, para cantarle al oído la música dulce del «ahora». Fundidos y absortos, digamos que venciendo a las fantasías perennes, con un solo abrazo se escribieron en la piel todas las letras de un «siempre».

Digamos que lo que no se sabe, nunca es lo que parece. Digamos que el futuro no comenzará hasta que no se acabe el presente. Digamos que cuando pensamos que «de este agua no beberé» es cuando con más fuerza nos ataca la sed. Digamos, por no callar, que el fin de los sueños nunca está escrito, pero que es necesario saber que debajo de cada «siempre»… siempre se esconde un olvido.

Digamos, entonces, hablemos por hablar, que antes de que llegue el final, quiero seguir en el principio.

Platos rotos

En medio del zafarrancho de la cocina, con la prisa como motor y como enemiga, mientras en una mano abanderaba los cubiertos, con la otra cogí del escurridor los platos hondos necesarios. Pero un mal movimiento, un error de cálculo, una humedad escondida o un sobresalto del azar, desasieron de mis dedos al más visible de todos, que cayó a plomo sobre el suelo cerámico en un estruendo seco y estridente de collares de perlas desparramados.

Irrompible y torpe fueron las dos palabras que se conjugaron para temblar: una de vergüenza sobre la caja de la vajilla, escrita en letras azules, y la otra sobre mi frente, arrugada en un apretón de ojos. Cuando los abrí, a pesar de un cierto tinte de rabia, no pude evitar contemplar aquel big bang de porcelana con mirada de asombro. Todo el suelo estaba salpicado de trozos minúsculos que rellenaban todo el espacio sin seguir ninguna pauta aparente, pero con el sello inconfundible del azar.

Armado con recogedor y escoba, fui reuniendo en un montón todos los pedacitos dispersos mientras hacía equilibrios de puntillas, valseando sobre gres, para no herirme los pies que llevaba tan descalzos. Hasta que finalizada la tarea vertí a la vez, de un golpe sólo, sobre la bolsa del olvido, plato, recuerdos, rabia y escombro. Y también cayó sobre la bolsa, la incertidumbre pesarosa que nos asalta cuando no sabemos si podremos arreglar las cosas que se dislocan.

Y he vuelto a decidir lo que aprendí hace mucho tiempo. Que hay que llevar encima, siempre dispuesto, un martillo inclemente, un mazo severo, un pulso sin misericordia. Para asestar un golpe certero sobre el centro mismo de los tiestos que nos incordian y evitar así que tengan apaño. Porque hasta que ya no queda nada que arreglar nos siguen haciendo daño y no dejamos de pensar en el plato cayendo, en la torpeza propia o ajena, en la mala suerte inmutable, en las heridas que se causan y en los suspiros que sobresalen.

Mientras escribo, estoy pensando a la vez, entre letra y letra —¡qué curioso pensamiento, Anamén!—, que lo que se aplica a los platos, quizá se pueda aplicar, también, a las maquetas.

Más noche

El sol rebota redondo sobre las baldosas del patio, abrasando con su lengua de fuego la piel del aire que me envuelve. Busco la sombra del níspero arrugada en la esquina y mis ojos se acomodan a su frescor relativo. La mesa blanca encandila jugando con las luces refulgentes de la pared altiva que la protege. Arde la silla de plástico, pero a menor temperatura que la mía, cuando dejo caer en ella el peso oblongo y tenso de mi conciencia.

Aún no me he desembarazado del sueño, que se agolpa a raudales sobre mis párpados entornados de luz y de deseo. Un sorbo del café oscuro que llevo en la taza me templa la garganta seca que todavía hoy no he estrenado. Miro al cielo azul buscando ansioso una sombra de nube que afloje el abrazo desnudo y naranja que hace gotear mi frente y mi espalda.

Noto mi cuerpo de verano vestido de primavera, acunándome el corazón de otoño. Necesito más sombra en la cabeza que me gira en tu recuerdo. Más sangre moviéndose por dentro. Más aire que avente las sombras del pensamiento. Más luz que me hiera los ojos y se me coma las dioptrías.

Necesito mucha, mucha más noche… y menos día.

Cuento: El rompecabezas

Contemplaba su puzle con todos los sentidos absortos. Vibrando sobre la mesa rectangular y acristalada en donde reposaban inquietantes las piezas esparcidas. Se sumergía encandilado en la tarea excitante de colocar en su sitio los colores desparramados en trozos desiguales, únicos, inimitables, del extraño rompecabezas que se traía entre manos. Jamás pensó al abrirlo, hace ya tanto tiempo, que aquellas teselas revueltas estuviesen tan, en el fondo, deseosas de ser resueltas.

Le invadía, otra vez, aquella sensación tan intensa, tan turbadora, tan obsesiva, de que era él mismo quien estaba siendo compuesto por los lazos invisibles que emanaban las piezas. Se sentía prisionero, a ratos, invitado, otros, de su propio jeroglífico, que manejaba los hilos con experto tino para acercarle y alejarle de la solución en un vaivén continuo y absorbente.

Levantó la vista para descansarla. Se dirigió hacia la cama que se arrinconaba en el cuarto buscando protección y se recostó sobre ella invocando algún sueño reparador. Sueño que llegó con los velos de la conciencia rasgados y abiertos a la oscura luminosidad de su memoria, transformándose en vigilia inquieta. Porque allá donde mirara, al techo, a la mesilla, al sofá, a la alfombra, y en fin, a cualquier cosa, se aparecía como un espejismo nocturno la silueta del rompecabezas.

Cuando no pudo aguantar más sobre el terno blanco de las sábanas, se levantó de un salto y se dirigió de nuevo hacia la mesa. Por el camino, magias de la luz, un destello que provenía del espejo que coronaba la cómoda capturó su atención irreprimiblemente. Se paró delante y miró su reflejo y el de toda la habitación que en él se contenía: sofá, cama, lámpara, mesa… y puzle.

Lo descabellado de la idea que le vino a la mente le sugirió la prisa con la que llevarla a cabo. Arrancó torpemente el espejo y lo llevó sobre la mesa de trabajo para posarlo, vertical y orgulloso, sobre ella, sujetándolo con el respaldo de la otra silla que tenía preparada por si alguna vez, esperanza que nunca le faltó, recibía visita. Y así dispuesto todo, se contempló a sí mismo manejando aquellas piezas. Su propio jeroglífico desentramando otro rompecabezas. Reflejándose todo sobre la luna llena de suertes del espejo.

Tomó la pieza que rellenaba el primer hueco, pero esta vez, absurdo pensamiento, guiándose por la imagen que procedía del espejo. Tanteando distancias, reinterpretando la realidad que veía brillar sobre la superficie lisa y extensa de aquel objeto para convertir en diestro lo siniestro y en cercano lo que aparecía lejos, acercó lentamente su mano sobre el espacio de la mesa que parecía estar esperando el consuelo de ser relleno.

La imagen en el espejo titiló tres veces por lo menos, empañándolo todo y aclarándolo luego, dejando ver como el reflejo se movía. Las piezas desordenadas se colocaban ellas solas, como por arte de magia, en su sitio exacto dentro del espejo que palpitaba y suspiraba con la mirada intensa.

Al cabo de poco tiempo, nadie sabe cuánto, un instante perpetuo, el remolino de reflejos se quedó quieto, el rompecabezas exhausto y completo, el hombre perplejo y mudo. Entonces, acolchados los sentidos, miró adentro del espejo. Entendió las luces que vio con un sólo pálpito de vida y se quedó atrapado en el relámpago de una sonrisa.

****

——¡Mira, cariño! ¡Qué cosa más rara! ——dijo la mujer, dirigiendo su voz hacia la cocina.

——¿Ya lo has terminado? Has tardado muy poco. A ver cómo ha quedado ——dijo su compañero, entrando en el salón con un trapo sucio en el que se secaba las manos.

——Pero no sé si está bien. Fíjate en el dibujo de la caja.

——A mí me parece que está todo igual, ¿no? ——replicó mientras pensaba lo desesperadamente meticulosa que era su mujer—— Está perfecto.

——Nunca me haces caso. Mira bien la cara del hombre ——esperó paciente a que él, con gesto de desgana, se acercara lo suficiente——. ¿Ves?…

——Ya la he visto. ¿Y qué? ——y encogió los hombros sin saber bien de qué se tenía que dar cuenta.

——Pues que la cara que me ha salido en el rompecabezas es la misma, sí, pero… ¿no parece alegrarse, como si me estuviera esperando?

Él, no encontró nada que decir con la sorpresa dibujada en los ojos. Para ser sinceros, la verdad, hace rato que yo tampoco. Porque ahora que lo leo, veo el cuento de un puzle. Pero me invade la duda de si no seré yo, cuando tú lo leas, quien sonríe atrapado dentro de tu rompecabezas.

(Francisco José Pérez, mayo 2007)

El rompecabezas (epílogo)

Contemplaba su puzle con todos los sentidos absortos. Vibrando sobre la superficie cálida del sofá del mundo. Atravesando el calor de la noche con sus largos silencios profundos.

Acariciaba con mimo cada pieza, impresa sobre piel cálida y clara de luna, buscando sus aristas, su lado recto; pero cuando lo descubría y posaba el dedo sobre el borde mismo de la superficie palpitante, encontraba con asombro redondeces impensables y curvas acogedoras. Estudiaba entonces la forma, el tacto, la geometría ondulada que se abría paso buscando hueco para posarse enroscada hasta que, pacientemente, encontraba el lugar exacto para alojarla.

Pero cuando intentaba insertarla en el espacio perfecto que coincidía con sus curvas huidizas, la pieza se deshacía en un nuevo rompecabezas sobre su mano trémula, añadiendo misterio a la emoción insólita de descubrir los mundos interiores ocultos en la tesela. Entonces el puzle parecía cambiar de forma, de aspecto, de luz.

Todo lo que anteriormente parecía claro, mutaba de sentido y de dimensiones. Los márgenes se redibujaban bajo la lámpara tenue, los contornos se acentuaban y los colores iniciaban desplazamientos sorprendentes sobre una rueda cromática desnuda. Aparecían tactos sobresaltados en la tez sonrojada de las piezas, relieves indómitos surcaban el cuerpo llano de sus manos y presentía silencios elocuentes en los huecos que tiritaban sin haber sido aún descubiertos.

La última pieza aceptó dócilmente el viaje y se quedó sonriente y quieta sobre su lugar correspondiente, sin oponer más resistencia que la de un leve parpadeo, un ronroneo profundo, un suspiro dulce y cautivador.

Desde los ojos redondos y tiernos escondidos entre su pelo negro, la mujer emergida de repente en el sofá, con voz apagada, le susurró: «¡Abrázame otra vez!». Con sonrisa de niño en boca de hombre, abriéndose paso con calma hacia la ternura, reventó la noche deshaciéndola en besos rojos, mientras contemplaba su puzle con todos los sentidos absortos.

Abalorio

Puede que sea un detalle sin importancia, pero esta manía que tengo de darle mil vueltas a las cosas, me lleva a lugares que no aparecen en ningún mapa. Es una costumbre absurda, ya lo sé, pero a veces me sirve para no dejar resquicio por donde se me vayan.

Sólo es un abalorio que me diste de recuerdo. Una minucia, una casualidad, una impronta instintiva. Una impresión difusa de ecos diferidos que, quizá por la sorpresa, me ocupa más anchura de espacio que la que me cabe en la cabeza.

Tal vez un gesto insignificante, el regalarme esa piedra del collar, esa menudencia muda, que se te rompió mientras te hablaba al oído. Pero no puedo evitar este empeño en seguirle la pista distante a lo más trivial que se me antoja, aunque en el fondo, parezca tan poca cosa.

Tenía unas flores pintadas, pequeñeces de colores, naderías, marcadas sobre sus cuatro caras. He mirado todas sus redondeces muy a menudo. Las he tenido en mi mano y he posado mis labios, mil veces, donde estuvieron los tuyos.

Parecerá una tontería, seguro que es una estupidez. Hay muchas veces que ni yo mismo me comprendo. El caso es que, no sé porqué, me alegra saber que las flores que aquel día tenías en el cuello, no eran margaritas de sí y no… sino pensamientos.

Trenes

Todas las líneas tersas del paisaje huyen deprisa hacia la misma fuga. El tren tirita de miedo con la rabia contenida en el hierro, para apresurar la fiesta en estampida que se asoma por la ventana.

No me sirve para nada parapetarme ausente en una esquina. Ni viajar sólo con mis pensamientos entre el agobio de la gente, que va y que viene, hacia el concierto desaliñado de compuertas estremecidas. De voces, de estrépito, de vida indiferente desdibujándose sobre los días.

Los pasajeros, que cambian de vagón a la deriva, me aturden a veces y a veces me miman. Me miman y vuelan o vuelan y esquivan mi asiento de al lado. No me queda rastro del corazón sin cadenas que me dejé en una esquina de aquel horizonte desconsolado.

Se hunde el sol entristecido en su asiento reservado, cuando cala la noche muda en el fondo de mis pupilas. Percibo ahora medio despierto, que el camino está marcado con losas de cemento olvidadas y detenidas. Que el destino de este viaje duradero, se conoce antes incluso que la hora de salida. Que solo se puede acompasar el traqueteo que perturba, cuando se roza la esperanza de que la próxima estación no sea la última y nos dé la bienvenida.

Quiero escapar del gigante de hierro, pero no encuentro puerta ni ventana ni orificio para saltar de miedo y estrellarme de risa y hacer equilibrios conmigo mismo, mientras espero y prefiero encontrar tu mirada perdida. Para olvidar con ella que está trazado el camino y que conozco el destino desde la partida.

Voy a liarte en un sueño enmarañado, cuando me pares esta noche en el andén. Para montarme en tu tren y que me lleves de la mano hacia un sitio arrebujado del que ya no quiera volver.

Trajines

Estoy demasiado cansado para escribir nada coherente. Vivo en un estado complicado de trajines y viajes que no me llevan a ningún sitio, aunque, eso sí, con pasajeros selectos. Un lío de idas y venidas, de gente en el trasiego, de cambios de atuendo y de mudas al cesto de la ropa. En fin, un acelerón de los acontecimientos, un empujón de las cosas.

Todo en este barullo va cambiando por momentos: ropa, disfraces, contertulios, destinos y horas de viaje. Me pierde la prisa por llegar a tiempo a sitios que ni puedo ni pretendo conocer y a los que, si alguna vez quisiera volver, confieso que no sabría cómo hacerlo.

Estoy cansado de hacer en tan poco rato tantas rutas, sin quitarle la vista a los que llevo delante para que no se pierdan solos, porque ellos tampoco conocen exactamente a donde vamos. Me siento turista accidental de mi propia vida, taxista rebelde de esquina en esquina, esperando que llueva o que truene y se suspendan las ceremonias previstas.

Ya no sé si voy o si vengo, ni a quién tengo que pasar a recoger ahora, para llevarlo o traerlo a que sé yo dónde, para que haga vete a saber qué. Ignoro si ahora es el turno de ir con corbata y chándal o si toca llevar zapatos y cargar en el coche las sillas de playa. O apuntar en la agenda las fechas que me dice y los sitios que me cuenta ese muchacho de ahí que, bueno, sé que su cara me suena, pero ahora mismo no me acuerdo bien de qué.

Este garabato ensañado del azar me ha enseñado, que puede que, en otros tiempos, la patria de un hombre fuera su infancia, cuando no había tantas rotondas y los terrenos estaban sin recalificar, pero que, esta semana, la de un padre llenos de hijos, es… su coche. ¡Un hurra por Mercedes! Y otro por Benz, también.

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